martes, 13 de julio de 2010

La desescolarización como activismo político x Camy Mattay (*)


"Goce y deleite, un credo simple para la infancia" Wordsworth

Los padres desescolarizan a sus hijos en América por muchas razones, pero el principal motivo es generalmente el de protegerlos contra un entorno que ven incapaz de llenar sus convicciones sobre cómo los niños deberían crecer y ser educados. En general, los padres "de derechas" desescolarizan a sus hijos para protegerles de ideas y valores que entran en conflicto con sus creencias religiosas, mientras que los padres "de izquierdas" que desescolarizan a sus hijos lo hacen motivados por el deseo de proteger a sus hijos de un entorno que ven como incompatible con su vida creativa.

Yo me encuentro a la extrema izquierda del espectro ideológico; esperar que mis hijos gasten las mejores horas de su infancia en un relativo retiro de la vida, habría sido la peor forma de hipocresía de mi código de valores. Además, dado que desde mi propia experiencia la escuela había reprimido mi pensamiento y falsamente inflado mi ego, era imposible para mi pretender que mis propios hijos, incluso si se clasificaban entre los mejores, pudieran sobrevivir a la experiencia escolarizadora éticamente inmunes.

Más allá de mi cautela sobre la estatalización de la infancia, el estilo de educación que había adoptado (desde el nacimiento de mi primer hijo) predecía una ruptura radical en línea con los lazos y obligaciones a los que me sentía vinculada. Había gastado años tratando de honrar el trabajo maternal en una sociedad que esperaba de las mujeres que hicieran del ganar dinero la máxima prioridad. Aunque otros trataban de convencerme de las virtudes de enviar a mis hijos a la escuela y "cambiar de vida", pero yo estaba encantada con la vida que tenía. Me gustaba estar con mis hijos; se
clasificaban entre los más entretenidos y -en los cinco años que habíamos compartido hasta la fecha- fueron los mejores maestros que tuve; me convencieron a través de su incesante deseo de saber más, de explorar más, de querer más complejidad, de que ninguna forma de oscurantismo y confinamiento haría que su compromiso en el mundo no fuera creciendo de forma cada vez más sofisticada. No podía sentirme satisfecha "delegando" la tarea de criarles y educarles hacia gente que no conocía.

Según pasaban los años, y tantas de mis presunciones sobre el aprendizaje fueron derrumbándose una a una, me alegró profundamente que no me hubiera sumergido en la ilusión de la escuela como una gran institución de carácter benigno. Separada de una de las ideas más preconcebidas en la vida de las familias americanas, me di cuenta de que las escuelas no podían ser sensibles a los diversos estilos de aprendizaje que los niños desarrollan, ni ser realmente sensibles a las diferencias en el desarrollo que existe entre niños de una edad dada. Vi como las escuelas dañan a los niños mediante la estratificación en estrechas clases por niveles, animándolos a que compitan unos con otros, obligándoles a realizar (a menudo pesadas) tareas, comparando sus logros según estándares externos, recompensando a "los mejores y más brillantes", y denigrando al resto. En definitiva, procesos que antes parecían normales e inevitables ahora me parecían inhumanos y absurdos.

Desde mi propia experiencia en la escuela sabía de que forma estaba limitada la simpatía de los profesores por la gran cantidad de habilidad y talento que existe en los niños. Vi como la forma que mis propios hijos daban a sus intereses académicos, superpuesto contra el típico currículo escolar de las "seis áreas principales", podría llegar a parecer menos que cuidados y limpios hexágonos, realmente unas formas de pulpos con tentáculos de varios tamaños; sus habilidades e investigaciones sobre el mundo eran así de únicas. Teniendo en cuenta la relativa libertad con la que mis hijos podían dar forma y estructurar sus propias vidas, comprendí lo que John Holt, autor de "How Children Fail", quería decir cuando escribió que las escuelas eran lugares tristes para los niños; que los niños se merecían mucho más puesto que por naturaleza eran muy curiosos, tan deseosos de participar en la vida social de un lugar dado, y tan abiertos a la bondad.

Además, me di cuenta de que pese a que el propósito formal de las escuelas -públicas o privadas- es educar, como instituciones, su propósito primordial es, sencillamente, mantenerse en el negocio. De esta forma, inmensos recursos que de otra forma podrían haber sido usados para actividades sociales más valiosas, fueron desviados para apoyar toda la infraestructura burocrática. Un corolario de esto es que los profesores, especialmente, aquellos de escuelas públicas, no pueden ser ni la mitad de creativos de lo que les gustaría puesto que su seguridad laboral descansa en su propia conformidad con los estrechos métodos prescritos sobre instrucción y sobre estándares que deben ser alcanzados según dictados de políticas estatales.

Una de las cosas más difíciles de entender para la gente común es que si a los niños no se les manipula contra su voluntad, sino que se les apoya con recursos que desarrollan sus necesidades declaradas, raramente su deseo de alcanzar determinado grado de competencia va a fallarles. Y esto sin hacer la menor alusión a los extraordinarios logros alcanzados por los niños que son animados a experimentar y desviarse, y que son libres de utilizar a toda la comunidad como un recurso para el aprendizaje.

Los niños, como cualquier padre sabe, son insaciablemente curiosos cuando no se sienten reprimidos por ello. Pueden ser tan francos y deseosos por captar información que llegan a ser fatigantes. Este tipo de deseo y energía es inagotable; como único fuerza motivadora, puede llenar toda una vida de preguntas. Solo esta observación pudiera ser suficiente para convencernos que los niños no necesitan "maestros" o escuelas. Para aquellos de nosotros que gastamos años en la escuela esperando a que nos enseñaran el currículo "estándar" por medio de individuos convenientemente "certificados", esto es una idea muy difícil de intuir. Sin embargo, cuando escudriñamos a través de nuestra propia experiencia, nos damos cuenta de que el aprendizaje es independiente de la enseñanza. Tal y como Peter Elbow escribió en "Writing Without Teachers", desde que los "estudiantes pueden aprender sin profesores aunque los profesores no pueden enseñar sin estudiantes, la principal dependencia no es de los estudiantes sobre los profesores, sino de los profesores sobre los estudiantes". Lo contrario parece ser cierto solo cuando hemos llegado a aceptar inconscientemente que las funciones de enseñanza están concentradas en una clase de especialistas profesionales capaces de hacer su trabajo solo en lugares especializados.

Antes de los años 1830, por ejemplo, antes de que se estableciera la escolarización pública, los niños eran educados por sus padres, por sus vecinos, en sus comunidades; la "función" de enseñante estaba distribuida por toda la comunidad. A ningún padre se le hubiera ocurrido cuestionar su propia habilidad para ayudar a sus hijos a hacerse miembros útiles de la sociedad; la vida estaba llena de trabajo necesario, y los niños eran bienvenidos, sino incluso se esperaba de ellos que observaran, que escucharan y que participaran de lleno en tanto que podían trabajar en el trabajo que veían a su alrededor. En esa época de la historia, en las comunidades vitales que existían, pocos padres hubieran dudado de su habilidad para ayudar a sus propios hijos a alcanzar metas.

Hoy en dia, la respuesta más frecuente que oigo de padres que se plantean la idea de desescolarizar a sus hijos es que "no podría hacerlo", e incluso, "jamás seré capaz". Esta falta de auto-confianza sugiere muchas cosas malas, pero en su forma más general y ubicua, creo que revela hasta qué punto las escuelas han cumplido su misión de subyugar a las masas a las que pretenden "educar". Cualquiera que sea la razón, esta declarada incapacidad para tomar responsabilidades . También sugiere hasta qué punto los padres han renunciado a su independencia y su autonomía familiar para delegarlo en individuos "mejores" que ellos mismos; también sugiere de qué forma los padres confían las funciones de canguros a las escuelas; los niños son cuidados allí mientras sus padres trabajan para proveerse de todas las necesidades familiares de protección, abrigo, sustento, y el pago de todas las facturas necesarias para alcanzar una determinada posición social en la sociedad.

Las escuelas, consideradas como lugares que habitualmente juzgan y estratifican a los seres humanos, han jugado un rol significativo en el cultivo de la sumisión a principios autoritarios y jerarquizantes. Una crítica rotunda y sin ironías diría que las escuelas jamás fueron pensadas para educar y formar a un cuerpo políticamente activo de ciudadanos, sino para inculcar hábitos de obediencia y puntualidad dentro del orden industrial emergente; que los arquitectos del sistema educativo americano tenían una preocupación obsesiva por la productividad industrial y el orden social, y que las escuelas fueron diseñadas para crear una masa laboral absolutamente obediente. John Taylor Gatto, autor de "Dumbing us Down", lo resumió de esta forma: "las escuelas enseñan exactamente lo que se diseñó para lo que fueron creadas y lo hacen muy bien: cómo ser un buen egipcio y permanecer en tu puesto de la pirámide."

¿Necesitamos escuelas? No. Los niños al menos no. Mejor dicho, ocurre justamente lo contrario. La cuestión más pertinente que sigue latente desde hace ciento setenta años es: ¿quien necesita escuelas?. Bueno, está claro quien va a perder su puesto si los niños dejan de ir a la escuela. Profesores, administradores y corporaciones que proveen de materiales y servicios que nunca se llegarían a comprar fuera de las escuelas, como libros de texto y esos menús escolares tan "nutritivos". Actualmente los profesores, al menos los mejores, no necesitan más la escuela que lo que lo necesitan los niños. Sin embargo, mientras que ser profesor suponga suplantar a los padres o a la guardería, las comunidades necesitarán a los profesores puesto que muchos padres no están particularmente interesados en una vida con hijos. Necesitamos desesperadamente profesores que entiendan que cuidar a los niños, fomentar su crecimiento, y hacerlos socialmente aceptables es una labor de conciencia.

Si enseñar significa "impartir conocimientos o habilidades específicas", pero no una "instrucción sistemática" (definición de educación del diccionario Webster), también pienso que los profesores pueden ser útiles, incluso críticos, pero solo en un contexto donde el estudiante inicia la relación y tiene control sobre la amplitud y la duración de ese compromiso. Este tipo de relación sería muy diferente de la asimetría autoritaria que se encuentra en las escuelas; los profesores en la escuela tienen el derecho a mandar y, correlativamente, el derecho a ser obedecidos.

Una relación donde los estudiantes contraten libremente a sus propios tutores y hagan sus propios planes de estudio sería algo diferente. La antigüedad del tutor no podría volverse en arrogancia o abuso sin que supusiera una multa. A pesar del grado de conocimiento que el presunto tutor pueda tener en su respectivo campo de conocimiento, si su talento no está compensado con amabilidad y respeto, su rol instructivo se convertiría en algo más escabroso; los estudiantes que están desilusionados podrían volver su atención hacia otro sitio.

En mi opinión, esta es la única relación educativa posible. Sería un gran logro que los propios alumnos estuvieran tan impresionados por su trabajo que desearan no perder guía y apoyo de su parte. En una comunidad donde este tipo de relaciones son tan valoradas, la calidad de la enseñanza y del maestro estarían en continua mejora a través de la auto-corrección. Se deberían otorgar honores a los profesores que fueran requeridos de ayuda e instrucción, y que los malos profesores fueran marginados hacia el olvido.

¿Pero que pasa con los buenos profesores que hay en las escuelas?. ¿Y qué hay de las escuelas?. De nuevo, los que desescolarizamos no nos damos cuenta del hecho de que miles de personas cariñosas trabajan en las escuelas como profesores, cuidadores y administradores. Sin embargo, creemos que la lógica abstracta de las escuelas y las instituciones y, especialmente, de las escuelas como instituciones al servicio del estado (ahora redefinidas para adaptarse a las necesidades de sus patrocinadores corporativos) sobrepasa las contribuciones que cualquier individuo pueda hacer para ayudar a los niños para dirigir sus propias vidas con dignidad e integridad. Las escuelas públicas no pueden hacer esto porque los criterios de objetivos cuantitativos y las exigencias de una clase de "copistas" de, por ejemplo, veinticinco alumnos enseguida requiere
medidas de subyugación de estudiantes. Aunque se suele creer que las escuelas privadas mejoran en mucho estos detalles, realmente, raramente lo hacen. Detrás de su fachada elitista, ideologías variadas, e incluso con un currículo centrado en el alumno, las escuelas privadas no son inmunes a los peores defectos de las escuelas públicas: el intento de dirigir y restringir las vidas de los niños.

Como ya lo expresara Grace Llewellyn en su libro "The Teenage Liberation Handbook", "la abrumadora realidad de las escuelas es el CONTROL". Puesto que las escuelas controlan a los niños mediante el establecimiento de estándares para que sean o no sean superados, y como escribió John Taylor Gatto, "mediante la apropiación del cincuenta por ciento del tiempo total del joven, mediante su enclaustramiento con otros jóvenes de su misma edad, mediante el toque de sirenas para empezar y terminar el trabajo, mediante los requerimientos para que piensen lo mismo a la misma hora de la misma manera, mediante su graduación como graduamos a los vegetales por su grado de maduración y otras tantas estupideces". De esta forma los padres acaban descubriendo que un lento y orgánico proceso de auto-conciencia, auto-descubrimiento y cooperación es lo que se necesita para que cualquiera crezca y se desarrolle con toda su humanidad intacta.

En fechas tan tempranas como 1839, Orestes Browson, uno de los más agudos críticos del sistema escolar, escribió que aquellos en favor de la institucionalización de los niños habían olvidado que los niños eran "mejor educados en las calles, por la influencia de sus cercanos, en los campos y las laderas, por la influencia del paisaje que les rodeaba y los cielos eclipsados ... por el amor y el respeto, o la cólera y las inquietudes de sus padres, por las pasiones afectos que veían manifestarse, las conversaciones que escuchaban, y sobre todo por el interés general, hábitos, y tono moral de la comunidad". Las escuelas quitaron el potencial de los barrios y comunidades de ser, como siempre lo habían sido, las mejores escuelas para la vida cívica y reforzaron la más detestable característica de las sociedades clasistas, la separación del aprendizaje de las experiencias vitales.

Bajo el pretexto de ofrecer a los padres un servicio, que los padres están a menudo obligados a aceptar-a veces hasta a punta de pistola-, las escuelas debilitaron a las familias y reemplazaron gran parte del "placer y libertad" de los niños por una clase. El sistema, de esta forma, proveyó una justificación para la gravar fiscalmente a sus ciudadanos y un mecanismo para fabricar conformidad a las necesidades del orden industrial emergente. Ignorantes de la historia de la resistencia a su implantación que supusieron sus primeros años de extensión como sistema obligatorio, la mayoría de los padres de hoy están agradecidos por este servicio prestado que disminuye su riqueza y libertad. Este proceso ejemplifica el significado de lo que Noam Chomsky llamó "la creación de ilusiones necesarias"; en este caso, la indignación histórica de los padres contra la escuela obligatoria se transmutó hacia una valoración de los "expertos" que saben mejor.

Si las escuelas no hubieran hecho nada más daño que quitar tiempo y libertad a los niños que de otra forma hubieran tenido que utilizar a toda la comunidad como una fuente de aprendizaje, ya sería suficientemente depresivo. Pero es que, además, mediante la imposición de estándares contra el que progreso de los niños es medido, las escuelas perjudican la auto-estima de los niños -y no solo de aquellos que no encajan con su modelo de desarrollo, sino a todos los niños ya sean calificados como que "progresan" o "no progresan" adecuadamente. Las escuelas ridiculizan la ideología igualitaria y causan más daño a la dignidad de los niños cuando se les requiere que compitan para su promoción, recompensas y puestos de privilegio en el podio de seres "superiores".

John Holt, considerado por muchos como el padre del movimiento "crecer sin escuela", subrayó el efecto nocivo de los test de medida sobre los niños cuando escribió, "pienso que la única manera en que los niños, o quizás cualquiera que tenga un mínimo sentido de la dignidad, competencia, valor, y auto-estima es teniendo éxito dentro de sus propios varemos para su propia satisfacción personal, no la de ningún otro, en tareas que él mismo ha elegido. No se sentirán así aprendiendo a saltar por el aro que cada vez sostenemos más alto...Sol cuando eligen una tarea y la culminan para su propia satisfacción que consiguen este sentido de crecimiento y desarrollo".

Mientras que las escuelas remiten y crean dependencia respecto a estándares externos (cada vez más influenciados por el poder de las corporaciones), los que desescolarizadores pretenden fomentar la auto-confianza intelectual. Mientras que las escuelas miden a los niños y encierran su pensamiento hacia una uniformidad dada, los desescolarizadores alientan a los niños a medir sus propios progresos y crearse su propia mentalidad en un contexto de un mundo complejo de opiniones encontradas, ofuscaciones y muchas otras historias.

Más allá de la pregunta de qué hacen las escuelas a los niños, necesitamos hacernos la pregunta de qué es lo que las escuelas hacen por los niños. Las escuelas, como se suele decir, proporcionan a los chicos las oportunidades para progresar en la vida. Esto es cierto. Las escuelas funcionan como "escenario" donde los niños son deslumbrados de varias formas por la "promesa" de una ideología meritocrática y así se les enseña a competir por una "vida fácil". Las escuelas separan a los niños superiores de los inferiores, cuyos fracasos, obviamente, no son responsabilidad del sistema, puesto que a los perdedores, después de todo, se les da las mismas oportunidades para tener éxito. De esta forma las escuelas juegan su rol en la sociedad americana como un sistema de reclutamiento de élites aparentemente justo y democrático.

El sistema, sin embargo, es meritocrático y es, de hecho, una parodia de la democracia, puesto que la igualdad de oportunidades de progreso que ofrece la meritocracia en la teoría son (como todos saben) desiguales. La noción que la educación pública y superior es una eficiente e igualitaria cinta transportadora para las ambiciones conlleva un malentendido fundamental. Cualquiera que eche una ojeada a la historia de la educación obligatoria en América no puede dudar de que las escuelas han traicionado aspiraciones mas a menudo que verlas cumplidas o realizadas. Lejos de aumentar la capacidad del pueblo para ejercer su ciudadanía, alentar la participación ciudadana en los asuntos públicos, y "democratizar
la inteligencia", el sistema meritocrático educacional simplemente promueve una forma de reclutamiento de las élites desde una base más amplia mientras que abandona al resto de su capacidad de disenso o imaginación minando su auto-estima. Aquellos que se quedan atrás en el sistema llegan a creer que los problemas que afrontan son el resultado de sus propios fracasos que deberán afrontar en vez de identificar la situación como una consecuencia de un fallo del sistema de una sociedad estructurada en la supremacía y la sumisión.

El proceso de reclutamiento selectivo en las escuelas es una de las mejores estrategias de auto-defensa de las élites dirigentes puesto que priva de los mejores talentos de las clases bajas y les aparta de su potencial liderazgo. Además, como Christopher Lash ya señaló en "La Rebelión de las Elites", la meritocracia consigue el efecto de hacer que las nuevas élites se sientan más arrogantes y seguras permitiéndolas mantener la ficción de que las posiciones conseguidas en los escalones más altos de la sociedad descansan exclusivamente en sus propio talento y diligencia. Elevados en la arrogancia de pensarse que se han hecho a si mismos, estas nuevas élites tienen poca conciencia de lo que otros han sacrificado en su lugar. Tienden a guardar las apariencias respecto las obligaciones ancestrales y cívicas y funcionan como si el orden social que los soporta por debajo no tuviera existencia real o relación con sus vidas. Finalmente, tienen toda la riqueza para convencerse a si mismos de que es así.

Precisamente porque se sienten a gusto en su ignorancia, las nuevas élites mantienen la distancia respecto a las injusticias y tienden a ejercer el poder que ostentan de forman irresponsable y sin condescendencias. "Su falta de gratitud," escribió Lasch, "descalifica a las élites meritocráticas de sus obligaciones de líderes ya que están menos interesados en el liderazgo que en escapar del común - que es la definición más ajustada de lo que supone el éxito meritocrático".

Además, resulta que los métodos utilizados por el establishment para seleccionar a los "valiosos" y promocionar el sistema meritocrático simplemente sirve para reforzar la actual distribución de riqueza y poder. Allan Hanson, por ejemplo en "Testing Testing: Social Consequences of the Examined Life", estableció que "los tests de inteligencia han sido diseñados en parte para promover la igualdad de oportunidades, pero resulta que lo que los test miden correlaciona perfectamente con los ingresos medios familiares". Es decir, que los test que se utilizan en las escuelas para identificar a los mejores y más brillantes están orientados en favor de los niños ricos.

Ya sea porque nuestra social aun está estructurada en privilegios hereditarios o en principios meritocráticos es una cuestión menor porque en ambos casos se concentra el poder y los privilegios en una pequeña clase especializada. Aunque muchos Americanos se quedan satisfechos atacando a los antiguos privilegios de poder, "la aristocracia del talento" que ha emergido en el último siglo ha demostrado ser mucho más despiadados que sus antecesores quienes al menos estaban familiarizados con la tradición de "nobleza obliga". Estas élites, móviles y cada vez más globalizadas en general, rechazan estar ligadas a una nación o comunidad y están aisladas en su poder y riquezas que no sienten necesidad de preocuparse de lo que ocurre en cualquier lugar concreto. "Uno no piensa en superarse haciéndose más bueno en lo que uno sabe hacer o asumiendo alguna responsabilidad en las condiciones de su entorno", escribió Wendell Berry en "The Unsettling of America", "sino que uno piensa en mejorar...ascendiendo a un lugar de mayor consideración en la escala social".

La adquisición y la ostentación son las fuerzas motoras de los meritócratas, su última tendencia, la zanahoria cultural de la vida americana. De ahí que la creciente confluencia entre corporaciones y escuelas sea tan peligrosa. En la embestida de fuerzas que promocionan el deseo material, los niños, siempre tan vulnerables e impresionables tienen todo que perder y las poderosas corporaciones tienen todo que ganar colonizando las mentes de sus futuros consumidores. Mientras que el orden industrial emergente requirió una clase trabajadora obediente, la supervivencia del orden corporativo requiere una clase consumista obediente.

Las escuelas siempre han apoyado sociedades basadas en la jerarquía, el privilegio y el poder. En América, toda la noción de "movilidad social a través de la educación" es engañosa; es aquí donde la conciencia revolucionaria ha hundido sus raíces en la presunción del ascenso social, como la verdadera meta del "Sueño Americano". Cuando la ambición ya no busca ser competente, cuando ascender aparece como la única cosa por la que vale la pena luchar, uno acaba más fácilmente encadenado a la creencia de que el dinero es el objetivo más adecuado en una vida de trabajo, más que trabajar para redefinir el concepto de "Sueño Americano" o para luchar contra las injusticias y la jerarquía de privilegios y poder en América.

La mayor parte de los Americanos son tan ignorantes sobre su propia historia, que no saben, escribió Lasch, "que la promesa de vida americana que se identificó con la movilidad social solo tuvo lugar cuando las interpretaciones más optimistas sobre las oportunidades para todos habían empezado a desvanecerse." Hoy, los americanos están tan marginados, o están tan imbuidos por la economía dirigida hacia el consumo compulsivo, que son incapaces de ver como son manipulados por un sistema que valora el dinero sobre la humanidad, el poder sobre la verdad, y la obediencia sobre la creatividad. La saturación de esta generalizada epidemia de ceguera social es fácilmente resaltable por el hecho de que los que luchan en favor de los nuevos movimientos sociales (por ejemplo, feminismo, derechos para gays) pretenden su inclusión en la estructura social dominante más que una transformación revolucionaria de las relaciones sociales. En vez de desarrollar nuevos patrones para nuestra vida cotidiana, la gente lucha para alcanzar los mismos derechos y cuotas que los que están en el poder; en vez de tratar de cambiar la sociedad desde dentro, los activistas ponen todo su esfuerzo en llamar a la puerta del reino de los poderosos. Sería interesante conocer cuales eran esas "más esperanzadoras interpretaciones de oportunidad" que perdimos, o que nos fueron robadas hace ciento setenta años por el establishment educacional.

No todo el mundo parece darse cuenta de que lo que la historia pretende enseñarnos es lo que es humano y lo que los humanos somos capaces de hacer. No todo el mundo tendrá la energía para deconstruir lo que es falso en sus vidas, para construir visiones diferentes del orden social. Estoy segura de que cuanto más ha sido uno escolarizado más difícil es descubrir o darse respuestas a estas cuestiones, principalmente debido a la creciente conjunción de intereses entre el mundo académico y la política estatal, que funciona dejando a sus intelectuales en su rol de comisarios de la cultura y la sociedad. Tal y como Noam Chomsky señaló en "Manufacturing Consent", el establishment intelectual funciona como un asistente adjunto de las élites directivas, siempre estarán sujetas a los mayores niveles de adoctrinamiento.

Teniendo en cuenta lo que la filósofa social Hannah Arendt escribió una vez, que "el propósito de la educación totalitaria nunca ha sido el de inculcar convicciones sino el de destruir la capacidad de formarse una cualquiera". Yo añadiría que las escuelas son uno de los más opresivos mecanismos de la sociedad americana, un "cerebro industrial" cuyo mayor logro ha sido el de ayudar a fracasar la conciencia social y la imaginación.

Para entender este mundo y sus injusticias, es necesario distanciarse de los instrumentos (televisión, por ejemplo) y de los
lugares de adoctrinamiento. Cuando te aíslas de los medios de comunicación controlados por las corporaciones, de las escuelas estatales y de las corrientes culturales al uso, cuando el mundo está por fuera de la puerta y tu familia está dentro, muchas puertas hacia otras percepciones se abren. Cuando el centro de tu vida se revuelve hacia ti mismo como lo más importante y tus hijos como valiosos por si mismos, entonces está claro que las oportunidades que la escuela proporciona solo sirven para el propio interés del Imperio Americano que se va a estrellar en su carrera hacia el futuro.

Visto desde fuera de las escuelas, uno puede reconocer la naturaleza antidemocrática y de explotación del sistema meritocrático educacional y darse cuenta de la absurdidad que suponen los esfuerzos para unir la ideología igualitaria con las estructuras jerárquicas. Es fácilmente observable que la promesa de "oportunidades" es una mentira construida sobre una visión absolutamente ñoña sobre lo que es la humanidad y las convicciones vitales. Uno puede llegar a soñar con un tipo de sociedad como la que tenía en mente R.H.Tawney cuando escribió en "Equality" que "las oportunidades de ascenso no son un buen fundamento para una civilización" y que "la dignidad y la cultura" son necesarias para todos, "ya se suba o no". Uno llega fácilmente a darse cuenta de que las claves para construir una sociedad justa no se pueden encontrar cerca de los centros de poder e influencia.

Tengo que reconocer, no obstante, que todos estamos involucrados en un punto concreto de una sociedad dada, espero que mis hijos entiendan mi disenso respecto a las corriente cultural dominante. Si fuera capaz de inculcar en ellos objetividad sobre la "tormenta" de falsas esperanzas que produce nuestra sociedad, creo que su capacidad para pensar y creer en si mismos no estará tan castrada como la mía durante mis años de permanencia en la escuela. Mi mayor anhelo es que mis hijos conserven la mente preclara, que guíen sus vidas de forma respetuosa hacia los demás, y que comprendan el valor de trabajar para crear comunidades auto-centradas y auto-gobernadas. Me gustaría que fueran más útiles que importantes en la sociedad y que valoraran la verdadera felicidad, que no se puede comprar en los grandes almacenes. Quiero que sean capaces de discernir y actuar consecuentemente hacia la justicia y la verdad.


(*) Camy Matthay es escritora y madre involucrada en el movimiento desescolarizador. Vive en Brooklyn, Wisconsin.

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