martes, 31 de agosto de 2010

Minorías versus Mayorías x Emma Goldman


Si hubiera que juzgar sumariamente la tendencia de nuestro tiempo, diría simplemente: Cantidad. La multitud, el espíritu de la masa domina por doquier, destruyendo la calidad. Nuestra vida entera descansa sobre la cantidad, sobre lo numeroso: producción, política y educación. El trabajador, que en un tiempo tuvo el orgullo de la perfección y de la calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por un autómata incompetente, privado de cerebro, el cual elabora enormes cantidades de cosas sin valor ninguno, y generalmente insultantes, en su grosería y ordinariez, para la humanidad. Todas esas cantidades, en vez de hacer la vida más confortable y plácida, no hicieron más que aumentar para el hombre la mole de sus preocupaciones angustiosas.

En política nada más que cantidad; esto sólo importa. En la proporción que desconocen, ya sean sus principios, sus ideales, sus postulados de justicia, van siendo suplantados por la esencia formal del número, de lo numeroso. En la lucha por la supremacía de los varios partidos políticos mutuamente se ponen trampas, se engañan, perpetran las más sombrías maquinaciones unos contra otros en la certera confianza que el que obtenga el éxito final será proclamado victorioso por la mayoría. ¡Y a expensas de qué cosas, con cuánto detrimento de toda dignidad y decencia se alcanza este momento! No hemos de ir muy lejos en busca de prueba para este doloroso caso.

Jamás la corrupción, la completa podredumbre fue tan evidente en el aparato gubernativo; jamás el pueblo norteamericano se vio obligado a enfrentarse con la naturaleza de Judas de nuestras corporaciones políticas, las que durante años reclamaron para sí el dictado de pereza intachable, tildándose sostenes salvaguardadores de nuestras instituciones y los verdaderos protectores de los derechos y de la libertad del pueblo.

Pero cuando los crímenes de ese partido político se muestran a la luz del día, tanto que el más ciego no dejaría de notario, le será suficiente lanzar sus sólitas promesas deslumbrantes y reunir los candidatos que gozan de más favor público para que se asegure su supremacía. La verdadera víctima engañada, traicionada, no sabe decidirse en contra, sino en favor de la victoria. Espantados algunos se preguntan: ¿cómo pueden las mayorías traicionar de esa manera las tradiciones de la libertad norteamericana? ¿Dónde se halla su capacidad de juicio y de razón? Justamente las mayorías no razonan, son incapaces de formular un juicio propio. Carentes de originalidad y de valor moral, las mayorías siempre depusieron en manos ajenas sus particulares destinos, incapaces de cargar con la menor responsabilidad, siguen a sus pastores hasta cuando las conducen a la destrucción, a su aniquilamiento. Tenia razón el doctor Stockman, el de Los puntales de la Sociedad: Los más peligrosos enemigos de la Libertad y la Justicia en nuestro medio son las mayorías compactas, las malditas compactas mayorías. Sin ambición, ni iniciativa, esas masas compactas nada odian más que el espíritu de innovación. Siempre se oponen, condenan y persiguen al innovador, al descubridor de una nueva verdad.

Es el más repetido lugar común entre los políticos, incluso los socialistas, que la nuestra es una era de individualismo de minorías. Sólo que aquellos que sobrenadan en la superficie de los conocimientos humanos pueden entretenerse y quedar satisfechos con ese punto de vista ¿Acaso los menos no son quienes acaparan todo el bienestar del mundo? ¿No son ellos los dueños, los reyes absolutos de la situación? Su éxito material no se debe, empero, al individualismo, sino a la inercia, al amilanamiento y a la completa sumisión de las masas. Estas necesitan ser dominadas, conducidas y reprimidas. Respecto al individualismo, que en la humana historia nunca tuvo oportunidad de lograr la menor expresión, lo tiene mucho menos ahora de aparecer de manera normal y sana.

El educador, de honestos e ideales propósitos, el artista o el escritor de ideas originales, el hombre de ciencia independiente, el explorador de nuevos dominios del saber, o el individuo de ideas avanzadas que busca la renovación de la sociedad; a todos ellos se los empuja diariamente contra la pared invisible de los prejuicios por hombres cuya sabiduría y facultades creadoras se han vuelto decrépitas con el tiempo.

Educadores del tipo de Ferrer no se les tolera en ninguna parte, mientras que los malabaristas de la educación oficial, a lo Elliot y Butler, resultan ser los perpetuadores de una era de nulidades y de autómatas. En el orden teatral y literario los ídolos son Humphrey Wards y Clyde y Fitches, mientras muy pocos conocen o aprecian la belleza genial de Emerson, Thoreau, Whitman, un Ibsen, un Hauptmann, un Butler Yeats o un Stephen Philippe. Son como las estrellas solitarias lejos del horizonte de la multitud.

Editores, empresarios de teatros y críticos no exigen las cualidades superlativas en la creación del arte, sino que se preguntan: ¿tendrán mucha venta? ¿será del paladar del público? Y este paladar es como una hornalla: engulle todo lo que no necesita masticación mental. De ahí que lo mediocre, 10 vulgar, el lugar común representan la obra maestra literaria más en boga.

¿Es necesario que digamos que referente a las bellas artes hemos de encontrarnos con lo mismo? No hay mas que emprender una jira por nuestros parques para percatarnos de la fealdad, de la horrible vulgaridad de nuestros artefactos artísticos, en forma de estatuas y monumentos. Ciertamente, sólo el gusto de las mayorías pueden tolerar semejante ultraje a la belleza. Falsa en su concepción y mezquina, ñoña en la ejecución la estatuaria que infesta las ciudades norteamericanas tiene tanta relación con el arte como una confitura de mazapán con la escultura de Miguel Ángel. El talento artístico, que no se somete a estas preestablecidas normas de la mentalidad común del público, deseando dar el fruto más original de su temperamento y luchando para ser fiel, sincero, veraz con la realidad tratando de ver con sus ojos, será condenado a conducir una obscura y miserable existencia. Su obra algún día se podrá convertir en el más caro capricho de la muchedumbre; pero esto no sucede hasta que la sangre de su corazón se haya vaciado para siempre; hasta que el explorador de nuevos caminos haya dejado de existir y el tropel de la plebe miope haya extinguido la herencia legada por el maestro.

Se dice que el artista de la actualidad no puede darnos verdaderas creaciones, porque, lo mismo que Prometeo, se halla encadenado a la roca de las necesidades económicas. Esto puede ser verdad para todas las épocas. Miguel Ángel dependía de su señor - los Médici- como los pintores y los escultores de nuestro tiempo, excepto que los entendidos de arte de entonces se hallaban bastante distantes de la entendida multitud de ahora. Estos se sentían honrados y felices de que el artista se dedicase todo el tiempo que deseara a cincelarles una urna, un cáliz, supongamos.

El supuesto mecenas de nuestros días no posee otro criterio que el valor material de una obra de arte: el dólar. En nada le atañe la calidad intrínseca de grandes obras y sí la cantidad de dólares que importa su venta. El financista de Les Affaires sont les Affaires, dice respecto a varias manchas, paisajes al óleo: Vea qué bueno es; me cuesta cincuenta mil francos. Igualito que nuestros advenedizos. Las fabulosas sumas pagadas por las grandes obras que descubre, revela con elocuencia la pobreza, la vulgaridad de su gusto, de su concepto artístico.

El más imperdonable pecado para la sociedad es la independencia intelectual. Si esto resalta más en un país cuyo símbolo es la democracia, también evidencia cuán grande es el poder de las mayorías.

Wendel Phillips dijo, hace cincuenta años: En nuestro país de absoluta igualdad democrática, la opinión pública no es sólo omnipotente, sino omnipresente. No hay un refugio a donde no llegue esta tiranía, no hay escondrijo donde no nos alcance; y el resultado es este: se empuña la linterna del griego famoso y se va en busca de un centenar de norteamericanos, y entre ellos no se encontrará uno que no tenga algo que ganar o perder por parte de la buena opinión que sustentaran los que los rodean, ya sea acerca de sus ambiciones, de su vida social y de sus negocios. La consecuencia se resume en que nosotros, en vez de constituir una masa de verdaderas individualidades, no somos más que seres que, al temernos mutuamente, escondemos nuestras propias y más íntimas convicciones; como nación comparada a otra nación, somos solamente un atajo de cobardes. Con más intensidad que otros pueblos, experimentamos un miedo cerval de unos hacia los otros. Evidentemente, en nada cambiaron las condiciones que le sugiriera tan aguda constatación a Wendel Phillips.

Hoy, como ayer, la pública opinión es el tirano omnipresente; hoy, como entonces, las mayorías no representan más que una masa de cobardes, prestos a aceptar aquel que encarne el espejo de su pobreza mental y espiritual. Esta es la base donde se apoya el éxito sin precedentes de un hombre como Roosevelt. Entraña el peor elemento de la psicología plebeya de la masa. El político que conozca a fondo las mayorías, le importa poco de la integridad doctrinaria de los ideales. Por lo que se pirra, es la apariencia brillante y espectacular. No es el caso de que se trate de una exposición canina, el premio por el boxeo o el linchamiento de un negro, la exhibición insolente de una boda rica de algún heredero multimillonario o la acrobática elocuencia de algún ex presidente de la nación. Más feas son las contorsiones mentales, más deliciosas les resultarán a las masas. Así, Roosevelt, pobre de ideales y vulgar espiritualmente, continúa siendo el hombre de la hora.

Por otra parte, los hombres, por encima, muy por encima de estos pigmeos políticos, hombres de refinada cultura, de facultades creadoras, son reducidos violentamente al silencio, como si se tratara de personas afeminadas. Es absurdo que se quiera calificar de individualista la época presente. No es más que una amarga repetición de una idéntica fenomenología desarrollada a todo lo largo de la historia: cada esfuerzo de progreso para elevar el nivel de la vida, la ciencia, la religión, la política, la libertad económica, emanó siempre de las minorías, no de las mayorías. Hoy, como hace varios siglos, los raros, las individualidades independientes, son incomprendidas y por ende perseguidas, encarceladas, torturadas y asesinadas.

El principio de la fraternidad humana, traído por el agitador de Nazareth, pudo preservar el germen de una nueva vida, de verdad y justicia, hasta el día que fue una antorcha de luz para unos pocos.

Desde el momento en que las mayorías se apropiaron de este gran principio, se convirtió en la materialización de una ritología que produjo por doquiera sufrimientos y calamidades incontables. Los ataques llevados a cabo contra la Roma papal por las colosales figuras de Huss, Calvino y Lutero, fue como una irradiante aurora en la densa noche. Pero tan pronto como Lutero y Calvino se volvieron políticos y empezaron a reunir a las pequeñas potencias de la nobleza y apelaron al espíritu plebeyo de la masa, las grandes posibilidades de la Reforma fueron desviadas de su natural cauce. Ellos pudieron captarse el éxito de las mayorías, pero se comprobó una vez más que éstas no eran menos sanguinarias en las persecuciones contra el pensamiento y la razón que el monstruo del catolicismo. ¡Guay de los herejes, de la minoría, que no se plegase a los dictados de sus dogmas! Después de una constante lucha y de un tesón infinito, la mentalidad humana se ha más o menos libertado del fantasma religioso; las minorías otra vez emprendieron nuevas conquistas y las mayorías se hallan en pos de ellas, ladrándoles, gravadas por el peso muerto de las verdades que con el andar del tiempo resultaron falsas.

Políticamente, la raza humana se encontraría actualmente en una absoluta esclavitud si no fuera por los héroes que surgen de cuando en cuando: un John Bulls, Wat Tylers, Guillermo Tell y las numerosas individualidades gigantescamente libres que combatieron a pie firme contra el poder de los tiranos y de los reyes. Sin la pléyade de las mentalidades independientes, que vivían y pensaban más allá de su época, el mundo nunca hubiese sido sacudido radicalmente por esa tormentosa ola: la Revolución francesa. Los grandes acontecimientos de la historia siempre fueron precedidos por otros más pequeños, infinitesimales. De ahí que la elocuencia enardecida de un Camilo Desmoulin fuese como el toque de trompetas ante los muros de Jericó, arrasando el emblema de las injusticias, de las torturas y de los horrores de la Bastilla.

En todo periodo que se inaugura son los menos los portabanderas de las grandes y nuevas ideas, del esfuerzo precursor de la liberación. No es, por cierto, la masa que, al contrario de ellos, sirve de lastre y les impide moverse tanto como quisieran.

Esta verdad resalta con mucha más fuerza en Rusia que en cualquier otro país. Miles de vidas fueron las sacrificadas por ese régimen de sangre y terror, y aún no ha sido aplacado el monstruo del trono. ¿Cómo pueden suceder semejantes cosas, cómo puede darse que la cultura, las ideas, todo lo que hay de más noble en sentimientos, en emocionados ideales se encuentre sometido a ese yugo de hierro. Las mayorías, las compactas mayorías, la somnolencia de las masas; el campesino ruso, después de un centenar de años de lucha, de sacrificios, de una miseria indecible, todavía cree que la cuerda que ahorca al hombre blanco, de blancas manos, le trae fortuna.

En las luchas norteamericanas por la libertad las mayorías no dejaron de ser uno de los mayores obstáculos. Hasta en nuestros días las ideas de Jefferson, de Patrick Henry, de Tomás Paine son negadas y vendidas por poco precio por las mayorías. La masa no las necesita. La grandeza y el coraje de Lincoln ha sido olvidado por el hombre que creó tal escenario del panorama actual. Los verdaderos héroes santos para los negros se hallan representados por un puñado de luchadores de Boston: Lloyd Garrison, Wondell Phillips, Thoureau, Margaret Fuller y Theodoro Parker, cuya doctrina valerosa culminó en la gigantesca figura de John Brown. Su incansable espíritu batallador, su elocuencia y perseverancia fue minando el poder de los propietarios del sur. Lincoln y sus secuaces llegaron cuando la abolición ya era un hecho consumado y reconocido por casi todos.

Hará unos cincuenta años que una idea, cual rudo meteoro, hizo su aparición en el horizonte social del mundo, una idea que iba muy lejos, enteramente revolucionaria, que lo abarcaba todo en un solo abrazo y que tuvo la suprema virtud de infundir terror en los corazones de los tiranos y hacer temblar las tiranías. Por otra parte, era ella un mensaje de alegría, de una grandiosa esperanza para los millares de desheredados. Los poseídos de estas ideas, los hombres de mentalidad más avanzada, los precursores, conocían lo abrupto del camino que deberían recorrer; y lo soportaron todo: oposición, las persecuciones y dificultades casi insuperables; pero orgullosos y sin temor alguno marchaban hacia adelante, siempre hacia adelante... Ahora esta idea se ha convertido en algo corriente, manoseado, un verdadero lugar común. Actualmente, casi todo el mundo es socialista, el hombre rico, así como la pobre víctima que explota; los que hacen las leyes, como las autoridades, y el infortunado delincuente; el libre pensador, así como el perpetrador de las falsedades religiosas, la señora a la moda, así como su sirvienta. ¿Por qué no? Ahora que la verdad de hace cincuenta años se ha convertido en una mentira; ahora que se mustió, se apagó todo lo que había en ella de juvenil frescura y se le robó sus fibras más vigorosas, su fuerza revolucionaria y su ideal humanitario, ¿por qué no? Ahora no es más que una bella visión, rumorosa, de inefable poesía, sino un plan práctico y realizable, sobre el que descansan las mayorías, ¿por qué no? La astucia política sabe muy bien cantar las loas de la masa; dice: Las pobres mayorías, la ultrajada, la maltratada, pobre de este gigante si no quisiera seguirnos a nosotros.

¿Quién no oyó esta misma letanía varias veces y en todo tiempo? ¿Quién no se sabe de memoria este invariable estribillo en los labios de todos los políticos? Que la masa sangra por cada paso que da, que se la roba y se la explota, lo se tanto yo como esos que mendigan votos. Pero insisto que no es ese grupo de parásitos, sino la masa la culpable de este terrible estado de cosas. Se cuelga del cuello de sus amos y ama el látigo y es la primera en gritar: ¡crucificad! en el momento que una voz se levanta para protestar contra la sacrosanta autoridad y el capitalismo u otra institución igualmente caduca. Ya no existiría la autoridad y la propiedad privada si la masa estuviese dispuesta en convertirse en soldados, en policías, en carceleros y verdugos. El socialista demagogo sabe esto tan bien como yo, pero sostiene el mito de las virtudes de la mayoría, porque su verdadero sistema de vida sólo significa la perpetuación del poder autoritario. ¿Y este último cómo podría ser reconocido como algo, sin el apoyo de lo numeroso? Sí; la autoridad, la coerción y la ciega obediencia son atributos de la masa; nunca existirá en ella la libertad o el libre desenvolvimiento de la individualidad ni jamás podrá nacer de su seno una sociedad libre.

No es que no me adolore con los oprimidos, con los desheredados de la Tierra, no es porque no conozco el horror, la vergonzosa e indigna vida que conduce el pueblo, que repudio las mayorías como una fuerza creadora de bondad. ¡Oh, no, no! Sino que sé demasiado, que como masa compacta jamás estuvo al lado de la justicia ni de la igualdad. Suprimió las voces humanitarias, subyugó el espíritu humano y cargó de cadenas el cuerpo. Como masa, su finalidad principal fue el de hacer de la vida una cosa uniforme, gris y monótona, convirtiéndola en un árido desierto. Como masa será siempre la aniquiladora de la libre individualidad, de la libre iniciativa y de la originalidad. Creo, por eso, en lo que dice Emerson: La masa es grosera, mentalmente lisiada, perniciosa en lo que exige y en lo que pide. En vez de adulársela, es necesario fustigarla duramente. Nada deseo concederle, sino para ejercitarme en ella para dividirla, romperla y extraer así otras tantas individualidades. ¡Las masas! Son nada más que una gran calamidad. Para nada deseo las masas, sino hombres valerosos, dignos y leales, y mujeres amables, dulces y nobles en sus instintos.

En otras palabras, la viviente verdad de un social y económico bienestar no llegará a transformarse en realidad, sino por el esfuerzo inteligente, el intrépido valor de las minorías poseedoras de una perfecta independencia mental, y no por obra y gracia de las masas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario