jueves, 25 de noviembre de 2010

Cuestionario Situacionista (en el verdadero sentido de la palabra) x Internacional Situacionista


1. ¿Qué quiere decir la palabra "situacionista"?

Define una actividad que pretende producir las situaciones, y no conocerlas en función de un valor explicativo o de cualquier otro tipo, a todos los niveles de la práctica social y de la historia individual. Reemplazamos la pasividad existencial por la construcción de los momentos de la vida, y la duda por la afirmación lúdica. Hasta el momento los filósofos y los artistas no han hecho más que interpretar las situaciones; se trata ahora de transformarlas. Puesto que el hombre es el producto de las situaciones que atraviesa, le conviene crear situaciones humanas. Aunque el individuo está definido por la situación tiene el poder de crear situaciones dignas de su deseo. Con esta perspectiva deben fundirse y realizarse la poesía (la comunicación como logro del lenguaje en una situación), la apropiación de la naturaleza y la liberación social completa. Nuestro tiempo va a reemplazar la frontera fija de las situaciones límite, que la fenomenología se ha complacido en describir por la creación práctica de situaciones; esta frontera va a desplazarse permanentemente con el movimiento histórico de nuestra realización. Buscamos una fenomenopraxis. No dudamos de que éste será el motivo fundamental del movimiento de liberación posible en nuestro tiempo. ¿Qué es lo que hay que poner en situación? A diferentes niveles, puede tratarse del planeta, o de la época (una civilización en el sentido de Buckhardt, por ejemplo), o un momento de la vida individual. ¡Allez, la musique! Los valores de la cultura pasada y las esperanzas de realizar la razón en la historia no tienen continuación posible. Lo demás se descompone. El término situacionista, en el sentido de la Internacional Situacionista, es exactamente lo contrario de lo que se llama ahora en portugués "situacionista", es decir, partidario de la situación existente, por consiguiente del salazarismo.

2. La Internacional situacionista, ¿es un movimiento político?

La expresión "movimiento político" oculta hoy la actividad especializada de jefes de grupos y de partidos que extraen de la pasividad organizada de sus militantes la fuerza opresora de su futuro poder. La I. S. no quiere tener nada que ver con el poder jerárquico en cualquier forma que se presente. No es por consiguiente un movimiento político ni una sociología de la mistificación política. La I.S. se propone ser la más alta expresión de la conciencia revolucionaria internacional, esforzándose por aclarar y coordinar los actos de negación y los signos de creatividad que definen los nuevos contornos del proletariado, la voluntad irreductible de emancipación. Incardinada en la espontaneidad de las masas, una actividad semejante es incontestablemente política, a menos que se cuestione esta cualidad a los propios agitadores. A medida que aparecen nuevas corrientes radicales en Japón (el ala extremista del movimiento Zengakuren), en el Congo o en la clandestinidad española, la I. S. les presta apoyo crítico, y por consiguiente procura ayudar prácticamente. Pero contra todos los "programas transitorios" de la política especializada, la I. S. se remite a una revolución permanente de la vida cotidiana.

3. La Internacional situacionista, ¿es un movimiento artístico?

Gran parte de la crítica situacionista de la sociedad de consumo consiste en mostrar hasta qué punto los artistas contemporáneos, al abandonar la riqueza contenida, cuando no fue explotada, en la superación del arte durante el periodo de 1910-25, se condenaron en su mayoría a hacer arte como si hiciesen negocios. Los movimientos artísticos no son desde entonces más que ecos imaginarios de una explosión que nunca ocurrió, que amenazó y amenaza todavía las estructuras de la sociedad. La conciencia de semejante abandono y de sus implicaciones contradictorias (el vacío y la voluntad de retorno a la violencia inicial), hizo de la I.S. el único movimiento que pudo, englobando la supervivencia del arte en el arte de vivir, responder al proyecto del arte auténtico. Somos artistas sólo porque ya no lo somos: venimos a realizar el arte.

4. La internacional situacionista, ¿es una manifestación nihilista?

La I. S. niega el rol, que es todo lo que se está dispuesto a reconocerle en el espectáculo de la descomposición. La superación del nihilismo pasa por la descomposición del espectáculo, y es de esto de lo que la I.S. quiere ocuparse. Todo lo que se elabora y se construye fuera de semejante perspectiva no tiene necesidad de la I. S. para destruirse a sí mismo; pero también es cierto que, en todos los lugares de la sociedad del consumo, los terrenos vagos del socavamiento espontáneo ofrecen a los nuevos valores un campo de experimentación que la I. S. no puede dejar de lado. No podemos construir más que sobre las ruinas del espectáculo. En todas partes, la previsión perfectamente fundada de una destrucción total obliga a no construir nunca más que a la luz de la totalidad.

5. ¿Las posiciones situacionistas son utópicas?


La realidad rebasa la utopía. Entre la riqueza de las posibilidades técnicas actuales y la pobreza de su uso por parte de los dirigentes de todo tipo no hay más que tender un puente imaginario. Queremos poner el equipamiento material a disposición de la creatividad de todos, como tratan de hacer las masas en todas partes en el momento de la revolución. Es un problema de coordinación, o de táctica, como se quiera. Todo lo que nosotros proponemos es realizable, sea inmediatamente o sea a corto plazo, desde el momento en que comiencen a ponerse en práctica nuestros métodos de investigación y de actividad.

6. ¿Juzgáis necesario llamaros así, "situacionistas"?


En el orden existente, donde las cosas ocupan el lugar de los hombres, toda etiqueta es comprometedora. Sin embargo, la que hemos elegido lleva en sí su propia crítica, aunque sea sumaria, por cuanto se opone a aquella otra de "situacionismo" que otros nos han aplicado, que desaparecerá en cuanto cada uno de nosotros sea situacionista a tiempo completo y ya no proletario que lucha por el fin del proletariado. Por lo pronto, por ridícula que pueda ser, tiene el mérito de abrir una tajo entre la antigua incoherencia y una exigencia nueva. Lo que más falta hacía a la inteligencia desde hace años es precisamente este tajo.

7. ¿Cuál es la originalidad de los situacionistas, en tanto que grupo delimitado?


Nos parece que hay tres puntos principales que justifican la importancia que nos atribuimos como grupo organizado de teóricos y experimentadores. En primer lugar, hacemos por primera vez una crítica nueva y coherente de la sociedad que se desarrolla actualmente desde un punto de vista revolucionario; esta crítica está profundamente arraigada en la cultura y el arte de este tiempo y mantiene sus claves (evidentemente, este trabajo se encuentra lejos de estar acabado). En segundo lugar, practicamos una ruptura completa y definitiva con todos aquellos que nos obligan ella, y en cadena. Esto es necesario en una época en que se imbrican sutilmente diversas formas de resignación y son solidarias. En tercer lugar, inauguramos un nuevo estilo de relación con nuestros "partidarios". Rechazamos totalmente el discipulado. No nos interesa más que la participación en su grado más alto; y dejar campar en el mundo a las personas autónomas.

8. ¿Por qué no se habla de la I.S.?

Se habla con bastante frecuencia entre los poseedores especializados del pensamiento moderno en liquidación, pero se ha escrito muy poco. En un sentido más general, se debe a que nosotros rechazamos el término "situacionismo", que sería la única categoría susceptible de introducirnos en el espectáculo reinante, integrándonos en forma de doctrina fijada contra nosotros mismos, en forma de ideología en el sentido de Marx. Es normal que el espectáculo que nosotros negamos nos niegue. Se habla desde luego de los situacionistas en tanto que individuos para intentar separarlos de la contestación del conjunto, sin la cual por otra parte no serían unos individuos tan "interesantes". Se habla de los situacionistas cuando dejan de serlo (las variedades rivales de "nashismo", en varios paises, tienen únicamente en común la fama que les proporciona fingir mentirosamente que mantienen una relación de cualquier tipo con la I.S). Los perros guardianes del espectáculo retoman sin especificarlo fragmentos de la teoría situacionista para volverlos contra nosotros. Se inspiran, como es normal, en la lucha por la supervivencia del espectáculo. Necesitan por tanto ocultar la fuente, es decir la coherencia de tales "ideas", y no sólo por vanidad de plagiario. Además, los intelectuales vacilantes no osan hablar abiertamente de la I.S. porque hablar implica una mínima toma de partido: decir claramente lo que se niega en contrapartida a lo que se mantiene. Muchos creen erróneamente que haciéndose los tontos podrán librarse de su responsabilidad hasta más tarde.

9. ¿Cuál es vuestro apoyo al movimiento revolucionario?

Por desgracia no hay tal movimiento. La sociedad contiene contradicciones, ciertamente, y cambia. Lo que permite, de una forma siempre nueva, posible y necesaria, una actividad revolucionaria que actualmente no existe, o en todo caso no existe en forma de movimiento organizado. Por consiguiente no se trata de "apoyar" un movimiento semejante, sino de construirlo: de definirlo y de experimentarlo inseparablemente. Decir que no hay un movimiento revolucionario es el primer acto indispensable en su favor. El resto es la revocación ridícula del pasado.

10. ¿Sois marxistas?

Tanto como Marx cuando dice:"Yo no soy marxista".

11. ¿Existe alguna relación entre vuestras teorías y vuestra vida real?

Nuestras teorías no son otra cosa que la teoría de nuestra vida real y de la posible experimentación o tanteo dentro de ella. Por fragmentarios que sean, hasta el nuevo orden, los campos de actividad disponibles, hacemos lo que podemos. Tratamos al enemigo como enemigo, esto es un primer paso que recomendamos a todo el mundo como aprendizaje acelerado del pensamiento. Por lo demás, huelga decir que apoyamos incondicionalmente todas las formas de libertad de las costumbres, todo lo que la canalla burguesa o burocrática llama libertinaje. Excluimos evidentemente preparar la revolución de la vida cotidiana mediante el ascetismo.

12. Los situacionistas ¿son la vanguardia de la sociedad del ocio?

La sociedad del ocio es una apariencia que recubre un cierto tipo de producción-consumo del espacio-tiempo social. Si el tiempo de trabajo productivo propiamente dicho se reduce, el ejército de reserva de la modalidad industrial trabajará en el consumo. Todo el mundo es sucesivamente obrero y materia prima en la industria de las vacaciones, del ocio, del espectáculo. El trabajo existente es el alfa y el omega de la vida existente. La organización del consumo, además de la organización de los placeres, debe equilibrar exactamente la organización del trabajo. El "tiempo libre" es una medida irónica en el curso de un tiempo prefabricado. Rigurosamente, este trabajo no podrá ofrecer más que este ocio tanto para la élite ociosa -en realidad, cada vez menos ociosa- como para las masas que acceden al ocio momentáneo. Ninguna barrera de plomo puede aislarnos, ni un fragmento de tiempo ni el tiempo completo de un fragmento de la sociedad, de la radioactividad que difunde el trabajo alienado; sólo lo haría en el sentido de conformar la totalidad de los productos y de la vida social, así y no de otra forma.

13. ¿Quién os financia?

No hemos tenido nunca otra financiación, y de una forma extremadamente precaria, que nuestro propio empleo en la economía cultural de la época. Dicho empleo está sometido a esta contradicción: tenemos capacidades creativas para obtener un "éxito" casi seguro; pero tenemos una exigencia tan rigurosa de independencia y de perfecta coherencia entre nuestro proyecto y cada una de nuestras realizaciones actuales (p. e. nuestra definición de una producción artística antisituacionista) que somos casi totalmente inaceptables para la organización dominante de la cultura, hasta en las cuestiones más secundarias. El estado de nuestros recursos se deduce de este componente. Ver a propósito de esto lo que hemos escrito en el nº 8 de esta revista (1964) sobre "los capitales que no faltaron jamás a las empresas nashistas" y en cambio nuestras condiciones.

14. ¿Cuántos sois?

Unos pocos más que el núcleo inicial de guerrilla de Sierra Maestra pero con menos armas. Unos pocos menos que los delegados que estuvieron en Londres en 1864 para fundar La Asociación Internacional de Trabajadores, pero con un programa más coherente. Tan firmes como los griegos de las Termópilas pero con un porvenir mejor.

15. ¿Qué valor atribuís a un cuestionario como éste?

Se trata manifiestamente de una forma de diálogo ficticio que hoy se hace obsesiva con las psicotécnicas de la integración en el espectáculo (la pasividad gozosamente asumida bajo un disfraz torpe de "participación", de actividad superficial). Pero podemos mantener posiciones exactas a partir de una interrogación incoherente, reificada. En realidad estas posiciones no "responden", puesto que no se remiten a las preguntas, sino que las remiten. Son respuestas que deberían transformar las preguntas, de forma que el verdadero diálogo pudiera comenzar después de estas respuestas. En el presente cuestionario, todas las preguntas son falsas; pero nuestras respuestas son verdaderas.

Publicado en Internationale Situationiste # 9 (1964). Traducción extraída de Internacional Situacionista vol. II: La supresión de la política, Madrid, Literatura Gris, 2000.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El falso principio de nuestra educación x Max Stirner


Introducción biográfica
MAX STIRNER, (1806-1856)


Se llamaba Johann Kaspar Schmidt, y no Max Stirner, apodo por el que es deficientemente recordado en la historia de la filosofía, y conmemorado, por el contrario, entre los que han tomado partido por las ideas anarquistas. Sin duda, Stirner ha sido el más curioso de todos los teóricos asociados a las ideas libertarias, idea a la que no se le han mezquinado precisamente personalidades extravagantes o tremebundas. Toda su vida se resume en desorden, inconstancia y mala suerte a la vez que queda condensada en el título de su solitario libro El Unico y su propiedad. Esa obra, que gozó de un momento de fosforescencia fugaz en 1844, habría restado en el lóbrego adormecimiento de las bibliotecas públicas de no ser porque John Henry Mackay, un poeta individualista la expuso nuevamente a la luz medio siglo después de ser publicada, así como también recopiló algunos fragmentos de la biografía del autor.

Max Stirner nació en 1806, y fue sucesivamente huérfano por parte de padre, desapercibido estudiante de filosofía, escultor de una módica existencia bohemia salpicada de bravatas extremistas, obligado cuidador de una madre asolada por la demencia, profesor de un colegio de señoritas, autor de un único libro, microempresario fracasado, y al fin un sobreviviente que obtenía un escaso sustento de la gestión de asuntos por cuenta de terceros, que fue encarcelado brevemente a causa de deudas acumuladas, y que acabó oscuramente, sin llegar a viejo, tuberculoso y en la miseria, y eso en 1856. Son los datos de una vida triste y patética. La única claridad en esta penumbra la abrió la publicación de su enorme libro de cuatrocientas páginas, que burló, con ciertas dificultades, la censura, pero que también le restó el sustento, pues lo echaron de la escuela donde era profesor. Luego, el olvido.

El período en que Stirner redactó su libro -en definitiva, el escaso tiempo en que escribió y pensó- transcurrió en una taberna. Más precisamente, en una bodega que era propiedad del señor Hippel y cuyo nombre quedaría en la historia asociado a sus frecuentes clientes, un grupo de jóvenes filósofos radicalizados que se llamaban a sí mismos "Los Libres" y que gustaban de enzarzarse continuamente en interminables debates. Sus nombres: Bauer, Ruge, Marx, Engels y el propio Stirner. Friedrich Engels parece haber sido el autor del sobrenombre de Stirner ("frontudo", hombre con frente prominente). Entre ellos, había una mujer (en aquel entonces se la hubiera llamado una "emancipada") quien sería momentáneamente esposa de Stirner. Eran bohemios, disponían de tiempo, alardeaban de su extremismo verbal y estaban hartos de la influencia que el fantasma de Hegel ejercía sobre sus pares filósofos y sobre ellos mismos. Más que ninguno de ellos, sería Stirner quien rompería de modo radical con el espectro hegeliano. Poco tiempo después, el grupo se dispersaría, en buena medida por causa del agravamiento de las condiciones políticas en Alemania. Todo este tiempo de creatividad del hegelianismo de izquierda duró lo que un fósforo prendido.

La filosofía de Stirner, desarrollada ardorosa y largamente en El Unico y su propiedad, consiste en una defensa cerrada de la personalidad humana enfrentada a la sociedad y el Estado. La máxima de Stirner se resume en la idea de que la misión de una persona consiste en llegar a ser ella misma, en reconocer lo que le es propio, asumir que nada hay por encima de esa "propiedad" y de que lo que no constituye "lo propio de sí mismo" debe ser puesto en condición de tensión para hacer evidente lo que es afín a la autonomía personal y lo que le es perjudicial y peligroso. La única propiedad verdadera de una persona es, entonces, ella misma, pero paradójicamente para serlo auténticamente es preciso proceder a su apoderamiento. Sólo desde ese centro de gravedad es posible vincularse libremente con la "sociedad". Stirner llega fácilmente a la conclusión de que el Estado es necesariamente rival del individuo, de que la institución jerárquica, por su propia esencia, es antiindividualista, contraria a la voluntad personal. La piedra de toque de la autonomía reside en la personalidad, en el carácter, esa sustancia que podemos moldear y construir como un proyecto, a la manera en que una persona procede a la educación de sí misma. Y con esa autoeducación el "Unico" descubre el enorme poder que está en germen en cada persona singular. Este es el principio irrevocable sobre el que construye su fortaleza argumental. El libro no es otra cosa que un "canto" a la libertad individual, escrita bajo la forma de tratado de filosofía, cuya radicalidad es inédita pero cuyo campo de tensiones ideológicas es propio de aquella época. El imperativo categórico individualista estaba en el "aire de los tiempos", y Stirner lo captó intuitivamente mucho antes que otros. Sus ideas pueden ser entendidas, además, como antecedentes habitualmente no reconocidas de las de Friedrich Nietzsche y del existencialismo posterior. En suma, Stirner fue el metafísico del anarquismo, quien descubrió algo evidente pero muy difícil de asumir sin sacar las conclusiones ontológicas y políticas que ello supone: que toda persona, en última instancia, es única.

El resto de la obra de Stirner son migajas. No escribió casi nada más, si se exceptúa un libro ocasional destinado a ganar algún dinero y unos pocos ensayos. Uno de ellos es "El falso principio de nuestra educación", escrito a pedido de Marx y publicado en el Rheinische Zeitung, casi en mitad del siglo XIX. La especificación de fecha no es caprichosa, pues en aquel entonces promediaba el cuarto creciente de la época de la escolarización masiva, una de las consignas fundamentales del proyecto de la ilustración. La saga de la escuela pública fue promovida como combate a muerte contra el "flagelo del analfabetismo". Pero Stirner no creía que alfabetización equivaliera a educación de hombres libres. Hasta entonces la educación había consistido en la formación estamental del "gusto" y de las maneras cortesanas, o bien en la especialización de unos pocos en oficios específicos. O bien modo de adquirir habilidades intelectuales aptas para gestionar las relaciones entre grandes señores o de adquirir maestría en un arte a partir del saber de un hombre ya experto en la materia. La ilustración, por el contrario, pensó a la educación como medio para formar ciudadanos libres, emancipados de la tutela religiosa y de las presiones autocráticas. Pero la igualdad entre seres emancipados del "ancien regime" no es el proyecto de Stirner. Es la "igualdad, no con los demás, sino consigo mismo" lo que le concernía como filósofo, y eso estaba fuera de cuestión entre los pedagogos del siglo XIX, pues la idea de unicidad ni siquiera era presentida. "Las libertades del querer", vía regia de la modelación del sí mismo, trascendían las filosofías de la conciencia. Para las dos escuelas pedagógicas que Stirner critica, la humanista y la realista, la una preocupada por la formación clásica y la otra por dotar a los ciudadanos de saberes cívicos y de saberes aptos para "ganarse la vida", la educación no es otra cosa que acumulación de conocimientos, y en verdad, aunque aparentan ser posiciones enfrentadas, no dejan de ser equivalentes. En cambio, Stirner percibe a la educación como nutrición del espíritu, como un modo de personalización del saber, como medio para la formación del carácter. Cuando el saber es pensando como materia prima a ser transmutada en voluntad, entendemos que la esencia del conocimiento consiste en favorecer las metamorfosis del Ser. Para Stirner, el ser humano es una crisálida perpetua.

Hoy sabemos que el proyecto del humanismo está en ruinas, y que su grandeza, pero también su debilidad, consistió en un inmenso esfuerzo por trasformar la parte de "animalitas" de los seres humanos en un apéndice de la razón. En una época anterior, las prácticas ascéticas cristianas intentaban, con otros instrumentos pedagógicos y un centro de gravedad distinto, lograr lo mismo. De ahora en adelante, la pedagogía debe pensarse a partir de su fracaso anterior. Stirner fue uno de los primeros en asumir que la sustancia a ser objeto de un pensamiento pedagógico era la existencia misma, la vida, y que para ello no se necesita solamente libertad de pensamiento, sino libertad de personalidad. Nos encontramos ahora con la misma disyuntiva que Max Stirner enfrentó: creación o domesticación. Si se elige la primera opción, el conocimiento es solamente -y nada menos- un instrumento para abrirse paso hacia el misterio de uno mismo.

Christian Ferrer


El falso principio de nuestra educación por Max Stirner


Nuestra época pugna por encontrar la palabra que defina a su Espíritu; se suceden los nombres que pretenden ser el verdadero verbo. Por doquier reina en nuestro tiempo el más alegre desconcierto entre los diferentes partidos. Los aguiluchos del presente se agolpan en torno a la herencia descompuesta del pasado. Los cadáveres políticos, sociales, religiosos, artísticos y morales se amontonan ya por todas partes. Y si nadie los elimina de una vez para siempre seguirán infestando el aire y sofocando el aliento de los vivientes.

La época no hallará su justa palabra sin nuestro empeño, y todos debemos participar en ello. Pero, si tanto nos concierne, debemos preguntarnos, y con razón, qué se ha hecho y se piensa hacer de nosotros; debemos preguntarnos por esa educación con la que se nos pretende hacer capaces de crear aquella palabra. ¿Se educan a propósito nuestras disposiciones para que seamos creadores, o se nos trata puramente como criaturas cuya naturaleza no admite más que la doma? Es una cuestión tan crucial como sólo puedan serlo cualquiera de las cuestiones sociales y, más aún, es la más vital de todas ellas por cuanto las cuestiones sociales se asientan sobre aquella premisa. Sed algo más capaces y vuestras obras serán también más capaces; sed “cada uno de vosotros más pleno en sí mismo” y vuestra sociedad, vuestra vida comunitaria, será también más plena. De ahí que, por encima de todas las cosas, nos preocupe aquello que se hace de nosotros en la época de nuestra educación. De ahí que el problema de la educación sea una cuestión vital. Es algo que en nuestros días salta suficientemente a la vista, tanto más cuanto que desde hace años ese tema se debate con un ardor y una franqueza que sobrepasan con mucho -si más no, porque no se las tiene que ver con los obstáculos de un poder arbitrario- el de las controversias políticas. Un honorable veterano que, como el difunto profesor Krug, supo conservar su vigor y su ambición hasta una avanzada edad, el profesor Theodor Heinsius, ha tratado recientemente de avivar una vez más el interés por esta cuestión con un pequeño libelo. Lo titula “Concordato entre la escuela y la vida o la mediación entre el Humanismo y el Realismo, considerado desde un punto de vista nacional. Berlín 1842”. Dos son los partidos que pugnan por la victoria, recomendándonos cada uno de sus respectivos principios educativos como el mejor y más adaptado a nuestras necesidades: los Humanistas y los Realistas. Sin que pretenda desavenirse con unos o con otros, Heinsius discurre tan suave como conciliadoramente, creyendo mostrar lo justo de ambos principios y cometiendo, en realidad, la mayor injusticia al problema mismo al tratarlo con tal cortante perentoriedad. Ese escarnio contra el espíritu de la cuestión sigue siendo la irremediable herencia de todos los mediadores pusilánimes. Los “concordatos” no son más que recursos equívocos:

¡O el pro o el contra! ¡Franco como un hombre! Y sobre el estandarte: ¡Ser esclavo o ser libre! También los dioses descendieron del Olimpo, para luchar desde los bastiones de su partido.
Antes de llegar a sus propias propuestas, Heinsius expone una visión sucinta del desarrollo histórico desde la Reforma. El período comprendido entre la Reforma y la Revolución -lo que sin más fundamentos deseo suscribir, pues pienso desarrollarlo más detalladamente en otro lugar- se caracteriza por la relación entre quienes detentan la mayoría de edad y los que no la tienen, entre los dominantes y los servidores, entre los poderosos y los dominados y es, en suma, una época de servidumbre. Dejando al margen otras razones que pudieran justificar una superioridad, erigió la educación como la potestad de quien detentaba el poder sobre los débiles y desposeídos, convirtiéndose el sabio, fuera grande o mediocre, en el poderoso, fuerte e impositor: en una autoridad. No todos podían estar llamados a este poder y esta autoridad, y por ello tampoco la educación estaba destinada a todos, pues una educación general se contrapone a aquel principio. La educación proporciona la superioridad y convierte en señor: por eso en aquella época de señoría constituía un instrumento para el desempeño del poder. Tan sólo la revolución fue capaz de echar a pique la economía de señores y siervos, instaurando el principio vital: ¡Que cada cual sea su propio señor! A ello iba ligada la necesaria consecuencia de que la educación, la cual, ciertamente, proporciona el señorío, se convirtiera a partir de entonces en una educación universal, planteándose así la tarea de buscar una educación verdaderamente universal. La aspiración a esa formación universal que fuera accesible para todos tuvo que desembocar en una lucha contra la educación exclusivista tan tenaz- mente mantenida y, en este sentido, la Revolución también tuvo que desenfundar sus armas contra la aristocracia de la época de la Reforma.
La idea de una educación universal chocó con el principio de la formación exclusivista, desencadenándose una guerra y unas luchas que se han venido sucediendo, a lo largo de diferentes etapas y bajo las más diversas banderas, hasta nuestros días. Heinsius ha designado los campos litigiosos de este combate con los nombres de Realismo y Humanismo, nombres que conservaremos como los más idóneos por poco acertados que sean.
Hasta el siglo XVIII, en que la Ilustración comenzó a difundir sus luces, la llamada educación superior se encontraba, sin el menor veto, en manos de los humanistas y se basaba exclusivamente en la interpretación de los clásicos de la Antigüedad. Junto a ella existía otra educación que, aún apoyándose en el modelo de la Antigüedad, se basaba fundamentalmente en el estudio minucioso de la Biblia. Que en ambos casos se eligiera la mejor formación del mundo antiguo como única materia de enseñanza muestra cuán poco valor con cedía a la vida y cuán lejos nos hallábamos de crear las formas de la belleza a partir de nuestra propia originalidad y el contenido de la verdad a partir de nuestra propia razón. Forma y materia era algo que debíamos aprender, y no éramos por consiguiente, más que aprendices. Y así como el mundo antiguo señoreaba sobre nosotros a través de los clásicos y de la Biblia -lo que puede verificarse históricamente-, así también el señorío o la servidumbre se convirtieron en la esencia de toda nuestra actividad. Esas características propias de la época nos explican así por qué se aspiraba tan ingenuamente a la “educación superior” y se ponía tanto empeño en distinguirse mediante ella del pueblo común. Aquel que tenía formación se convertía por eso mismo en señor del inculto. Y una educación popular se consideraba impropia pues el pueblo debía permanecer, frente al señor culto, en la casta de los laicos, admirando y venerando el señorío ajeno. Fue así como el saber evolucionó, sobre la base del latín y el griego, al romanismo. Sin embargo, no pudo evitarse que esta educación cayese con el tiempo en lo puramente formal, ya fuera porque únicamente era capaz de conservar las puras formas, el simple esqueleto del arte y la literatura de una Antigüedad muerta y enterrada desde tiempos remotos, 0, sobre todo, porque el dominio sobre los demás hombres no podía conseguirse ni mantenerse más que a través de lo formal: sólo se requiere un cierto grado de habilidad espiritual para desempeñar la hegemonía sobre los inhábiles. La llamada educación superior era, por ese mismo motivo, una formación elegante, una sensus omnis elegantiae, una formación del gusto y del sentido de las formas que, a fortiriori, amenazaba con convertirse en una simple educación gramatical -la cual llegó a perfumar hasta tal punto la lengua alemana con las esencias del latium que incluso en nuestros días podemos admirar las más exquisitas construcciones sintácticas latinas en obras como la reciente “Historia del Estado pruso-brandenburgués. Un libro para todos”, de Zimmermann.
Fue a partir de la Ilustración cuando el espíritu de la oposición se alzó contra ese formalismo. Y fue entonces cuando la reivindicación de una formación humana accesible a todos se añadió al reconocimiento de los derechos inalienables y generales del hombre. La educación de los Humanistas mostraba claramente la ausencia de una formación real capaz de llegar a la propia vida, planteando así la necesidad de una educación práctica. Si se llegaba a introducir las materias de la vida en la escuela y ofrecer a través de ella algo que todos pudieran utilizar, si se conseguía atraer a todos a esta preparación para la vida y destinar la escuela a ella, también se volverían superfluos los señores sabios y su saber exclusivo, y el pueblo pondría fin a su condición de laico. Acabar con la casta de sacerdotes del saber y la del pueblo laico es el objetivo al que aspira el Realismo y la razón por la que éste deja a sus espaldas al Humanismo. La apropiación de las formas clásicas de la Antigüedacl comenzó a dejarse de lado y, con ello, el señorío de la autoridad perdió su nimbo. La época se insurgió contra el tradicional respeto por la sabiduría, como se rebeló contra todo tipo de veneración. El privilegio, fundamental de los sabios, la formación general se convirtió en un beneficio de todos. Y sin embargo, se preguntaban: ¿qué otra cosa es la formación general sino la facultad, por decirlo trivialmente, de “hablar sobre todas las cosas” o, por expresarlo más seriamente, de señorear sobre todas las materias? Se constató que la escuela no sólo estaba rezagada respecto de la vida por sustraerse al pueblo, sino también por haber omitido una formación universal en beneficio de la educación exclusiva, dejándose de fomentar en las escuelas el aprendizaje de toda una serie de materias que la vida misma nos imponía. Y en realidad, se pensaba, la escuela debe establecer las directrices de nuestra conciliación con todo lo que la vida nos depara, procurando que ninguno de los objetos con los que tengamos que encontrarnos en el futuro resulten completamente extraños y ajenos al ámbito de nuestro dominio. Por eso se trató con la mayor urgencia de llegar a una familiarización con las cosas y contextos del presente, adaptándose una pedagogía susceptible de aplicarse a todos, pues tenía que satisfacer la necesidad común a todos de reconocerse en el mundo y en la época. Y fue así cómo los fundamentos de los derechos humanos adquirieron vida y realidad en el campo de la pedagogía: la igualdad, en la medida en que aquella formación comprendía a todos, y la libertad, toda vez que el aprendizaje de materias útiles llevaba a la independencia y la autonomía.
Comprender lo pretérito, como enseña el Humanismo, y aprehender lo presente, como aspira el Realismo, no conduce conjuntamente sino al poder sobre lo temporal. Pero eterno, sólo lo es el Espíritu que se comprende a sí mismo. Por esa razón, la igualdad y la libertad no adquieren en aquellos más que una existencia subordinada. Por supuesto que sería posible la igualdad respecto del otro y la emancipación de su autoridad. Pero de la igualdad consigo mismo, de la igualación y conciliación de nuestro hombre temporal y eterno, de la elevación de nuestra naturalidad y espiritualidad, en suma, de la unidad y omnipotencia de nuestro Yo que se basta a sí mismo en la medida en que nada extraño deja fuera de sí, de todo eso apenas puede percibirse la menor alusión en aquel principio. Y si la libertad aparece en él, ciertamente, como la independencia frente a la autoridad, seguía vacía en cuanto a su autodeterminación y no suscitaba los actos de un hombre libre en sí ni la autorrevelación de un Espíritu irreverente rescatado de las fluctuaciones de la reflexión. El hombre formalmente cultivado ya no sobresaldría por encima de la superficie llana de la formación general como un ser “elevadamente civilizado” y un hombre “unilateralmente cultivado” (el cual, por supuesto, obtenía en calidad de tal, una incontestable dignidad, puesto que toda formación está destinada a florecer en las más diversas unilateralidades de la formación especializada); el que había sido formado de acuerdo con el principio del Realismo tampoco sobrepasaba la igual- dad respecto de otros y la libertad respecto de otros, no había superado, en fin al llamado “hombre práctico”. Es cierto que la vacua elegancia del humanista, del dandy, no podía evitar su fracaso; sólo el vencedor podía sacarle brillo al verdete de la materialidad, sin ser por ello más elevado que un insípido industrial. El dandismo y el industrialismo pugnan, en consecuencia, por conseguir el botín de encantadores muchachos y muchachas y truecan seductoramente sus aprestos: el dandy hace gala de su descarado cinismo, al tiempo que el industrial hace acto de presencia con su ropa inmaculada. En vano: la madera joven de la maza de armas del industrial acabará resquebrajando el reseco bastón del dandy. Mas, ¡ah! reseca o fresca, la madera seguirá siendo madera y la viva llama del Espíritu acaba consumiéndola en su fuego.
¿Y por qué tiene que sucumbir también el Realismo si, a fin de cuentas -para que iríamos a negarle esta cualidad-, ha adoptado precisamente todo lo que el Humanismo tenía de bueno? Pues no cabe duda de que es capaz de asimilar aquellos aspectos inalienables y verdaderos del Humanismo, de la formación formal, lo que viene facilitado por la ya posible cientificidad y consideración racional de todas las materias de enseñanza (podemos recordar, a modo de ilustración, las contribuciones de Becker en el terreno de la gramática alemana); y es gracias a esa significación que el Realismo puede aplastar a sus enemigos desde una sólida posición. En la medida en que el Realismo, lo mismo que el Humanismo, parten de que el objetivo de toda educación es la habilidad del hombre, coincidiendo ambos, por ejemplo, que debe lograrse la familiaridad lingüística con todos los giros del lenguaje, la familiaridad matemática con todos los giros de las demostraciones, etc., es decir en conseguir la maestría en el manejo de las cosas, un dominio, en fin, sobre ellas, no está descartado, ciertamente, que el Realismo se proponga como su último objetivo la formación del gusto y la actividad formadora, como de hecho sucede ya en parte. En efecto, todas las materias de la educación adquieren una dignidad solamente cuando los muchachos aprenden a hacer algo con ellas, a utilizarlas. Sólo debe enseñarse, en consecuencia, lo que es útil y provechoso, como desean los Realistas. Y en la formación, la generalización, la exposición, no debe buscarse más que el provecho, sin que nadie pueda eximir- se de esta exigencia humanista. Los Humanistas tienen razón al decir que lo fundamental es la educación formal, pero no la tienen al considerar que esta educación no tiene lugar en el dominio de todas y cada una de las materias. Los Realistas, por su parte, aciertan al considerar que en la escuela pueden tratarse todas las materias, pero hierran cuando no quieren comprender que la educación formal constituye el objetivo fundamental. Por esa razón, desmintiéndose a sí mismo y no entregándose a las seducciones materialistas, el Realismo podría superar a su contrincante, al tiempo que reconciliarse con él. ¿Por qué entonces nos seguimos enfrentando al Realismo?
¿Realmente ha desechado la corteza del viejo principio y se encuentra a la altura de nuestro tiempo? Es en virtud de esta pregunta que debemos emitir nuestro juicio: ¿Se adhiere el Realismo a la idea que nuestra época ha conquistado como su bien más dorado, o bien se mantiene estacionario en un lugar rezagado? Mas debe hacernos reflexionar ese inextirpable temor con que los Realistas se amedrentan ante la abstracción y la especulación, razón por la que mencionaré aquí algunos pasajes de Hensius que en este aspecto no transige con los inflexibles Realistas y me eximen de algunas acotaciones que resultarían baladíes. Así, en la página 9 escribe: “En las instituciones de enseñanza superior se oía hablar de los sistemas filosóficos de los griegos, de Aristóteles y Platón, así como de los modernos, de Kant, quien había señalado la indemostrabilidad de las ideas de Dios, de la libertad y la inmortalidad, de Fichte, quien había substituido la idea de Dios por la de un orden moral universal, de Schelling, Hegel, Herbart y Krause, y de todos los nombres de descubridores y reveladores de saberes supraterrenales. ¿Pero qué vamos a hacer, qué va a hacer la nación alemana -se decía- con esa cháchara idealista que ni pertenece a las ciencias empíricas y positivas, ni a la vida práctica, y ni siquiera es provechosa para el Estado? ¿De qué nos sirve ese oscuro saber que confunde el Espíritu de la época y sólo conduce al escepticismo, que sólo divide las almas y aleja a los discípulos de las cátedras de sus apóstoles, que no hace sino llenar de tinieblas nuestra lengua nacional al convertir los conceptos más transparentes del sano juicio humano en enigmas místicos? ¿Acaso es esta la sabiduría que convertirá nuestra juventud en hombres virtuosos, en reflexivos seres racionales, en responsables ciudadanos, en trabajadores útiles y diligentes en sus respectivas profesiones, en esposos amantes y padres celosos del bienestar hogareño?”. Y en la página 45 se dice: “Echemos una mirada a la filosofía y la teología, ensalzadas como las ciencias del pensamiento y la fe que proporcionan el bienestar del mundo. ¿Qué se ha hecho de ellas después de tantas disputas, desde que Leibniz y Lutero abrieran sus derroteros? El dualismo, el materialismo, el espiritualismo, el naturalismo, el panteismo, el realismo, el idealismo, el supernaturalismo, el racionalismo, el misticismo, y tantos y tantos ismos abstrusos de especulaciones y sentimientos extravagantes, ¿qué bendición han aportado al Estado, la Iglesia, las artes y la cultura del pueblo? Es cierto que el pensamiento y el saber han ampliado sus límites. ¿Pero, acaso se ha vuelto más claro el primero, más firme el segundo? La religión, en tanto que dogma, es más pura, pero la fe subjetiva es más confusa y débil, y sus fundamentos se han desmoronado, han crujido a los embates de la crítica y la hermeneútica, cuando no han sido degradados por la charlatanería y una farisea santidad falsa. ¿Y la Iglesia? ¡Ah! De su existencia no queda ya más que la división y la decrepitud! ¿No es eso cierto?” ¿Y por qué motivo se muestran los Realistas tan adversos hacia la filosofía? Porque desconocen su oficio y porque, en lugar de ensanchar sus límites, ponen todo su empeño en empequeñecerse. ¿Y a qué ese odio a la abstracción? Porque ellos mismos son abstractos, porque abstraen su propia plenitud, el impulso hacia la verdad redentora.
¿Es que queremos poner la pedagogía en manos de los filósofos? ¡Nada de eso! Se mostrarían lo suficientemente torpes en estas lides. Se la debe confiar solamente a quienes son más que filósofos y, por eso mismo, infinitamente más que los Humanistas y los Realistas. Estos últimos han intuido acertadamente que también los filósofos se precipitan a su fin, pero ni siquiera han sospechado que a su fin le seguirá un nuevo nacimiento: ellos hacen abstracción de la filosofía para buscar sus objetivos en el firmamento, saltan por encima de ella -para desplomarse en el abismo de su propia vacuidad. Ellos son, como el eterno judío, inmortales, mas no eternos. Sólo los filósofos pueden morir para hallar en la muerte su propia identidad; con ellos muere también el período de la Reforma, la época del saber. Sí, efectivamente, el saber mismo tiene que perecer para nacer de nuevo como voluntad. La libertad de pensamiento, de fe y de conciencia, esa deliciosa flor de tres siglos, regresará al regazo de la madre tierra para que la nueva libertad de la voluntad pueda nutrirse de sus más nobles sabías. El saber y su libertad fueron el ideal de aquella época que culminó definitivamente en los cielos de la filosofía: en su cumbre, el héroe se construirá su propia pira para entregarse en holocausto a su lugar eterno del Olimpo. Con la filosofía se cierra el período de nuestro pasado. Y los filósofos son los Rafaeles del período del pensamiento en los que el viejo principio llegó a la plenitud de su reluciente y ostentoso colorido, cuyo rejuvenecimiento lo convierte de un principio temporal en un principio eterno. Quien a partir de ahora pretenda conservar el saber, éste lo perderá; y quien, al contrario, renuncie a él, este lo obtendrá. Sólo los filósofos están llamados a esa renuncia y ese beneficio: son ellos quienes se encuentran ante el fuego ardiente, ellos quienes deben poner fuego a la corteza terrenal, lo mismo que el héroe desfallecido, para liberar el Espíritu imperecedero.
Debe hablarse de manera comprensible en la medida de lo posible. En ello reside precisamente el error de nuestro días: en que el saber no llega a su plenitud, ni alcanza la transparencia, y sigue siendo un saber material, formal, positivo, sin elevarse al saber absoluto, un saber, en fin, que nos lastra como un fardo. Del mismo modo debe abandonarse al olvido aquel pasado, debe sorberse el embriagador licor. de lo contrario no se llegará a sí mismo. Todo lo grande debe saber llegar a la muerte y elevarse con su propio fin; tan sólo el miserable acumula, cual un esclerótico funcionario imperial, actas sobre más actas, para presentarse a lo largo de siglos bajo la figura de delicadas porcelanas, como las imperecederas bagatelas chinas. El auténtico saber llega a su plenitud en el instante en que deja de ser saber para convertirse de nuevo en un instinto humano simple -la voluntad. Así, aquel que durante años haya reflexionado sobre su “oficio de ser hombre”, sumergirá en un mismo instante todas las cuitas y peregrinaciones de su indagación en un puro sentimiento, en un impulso progresivamente directriz en el que descubre aquél. El “oficio de ser hombre” que había buscado por los mil senderos y atajos de la reflexión se transforma, tan pronto se ha reconocido, en la llama de la voluntad moral, alumbrando el pecho de un hombre que ha recobrado la juventud y la ingenuidad, y no se devanea ya en la búsqueda.

Levántate alumno y baña sin descanso
el pecho de la tierra en los rayos de la aurora.

Ese es el fin, al tiempo que la perennidad, la eternidad del saber, un saber que, convertido nuevamente en algo simple e inmediato, brota y se revela de nuevo en cada acto y bajo una nueva forma como voluntad. La voluntad no es auténtica, por así decirlo, al salir de su casa, como quisieran hacernos creer los prácticos, y no basta con saltar por encima del querer-saber para hallarnos súbitamente en el medio de la voluntad. Es el saber mismo el que se consuma en la voluntad en el momento en que se desensorializa y se engendra a sí mismo en tanto que Espíritu “que crea su propio cuerpo”. Por eso toda educación que no parta de esa muerte y este vuelo celeste del saber adolecerá de la temporalidad, formalidad y materialidad del dandismo y el industrialismo. Un saber que no se clarifique y se concentre, prolongándose en el querer, en otras palabras, un saber que se contente con el puro tener y la propiedad, en lugar de conjugarse plenamente consigo mismo, de tal manera que el Yo, en su libre despliegue, no se vea obstaculizado por ningún fardo de haberes expandiéndose por el mundo con la frescura de sus sentidos, un saber, en fin, que no llega a ser personal, no proporciona más que un bagaje insuficiente para la vida. No se quiere llevarlo a la abstracción que, sin embargo, confiere la auténtica bendición a todo concreto saber: pues sólo por medio de ella se da muerte realmente a la materia transformándola en Espíritu, y sólo en virtud de ella el hombre alcanza su propia y última liberación. Sólo en la abstracción es posible la libertad. El hombre libre es aquel que supera 1o dado e integra nuevamente todo lo que se ha extrañado de é1 en la unidad de su Yo.
Si el impulso que guía nuestro tiempo, una vez conquistada la libertad del pensamiento, es su consecución hasta aquella plenitud en la que ella se convierte en libertad de la voluntad, el objetivo último de nuestra educación ya no puede ser, para cumplir esta libre voluntad, el simple saber, sino el querer que se engendra del saber; y la expresión explícita de aquello a lo que esta educación debe aspirar es: el hombre personal o libre. La verdad no consiste en otra cosa que en la revelación de sí mismo y a ello le corresponde, precisamente, la búsqueda de sí mismo, la liberación de todo lo ajeno, la más radical abstracción o descargo de toda autoridad, el renacer de la ingenuidad. Y este tipo de hombre auténtico no es el que proporciona la escuela; si en algún lugar existen hombres semejantes, lo será a pesar de la escuela. Esta nos convierte, eso sí, en dueños de las cosas, y en cualquiera de los casos, en dueños de nuestra propia naturaleza -pero no hace de nosotros naturalezas libres. Ningún saber por fundamental y extendido que sea, ninguna agudeza o ironía, ni ninguna astucia dialéctica nos ponen a salvo de la vulgaridad del pensar y el querer. No es realmente un mérito de la escuela el que no compartamos con ella el afán egoísta. Todos los tipos de envidia, todas las clases de usura, la avidez de puestos, la servidumbre mecánica el espíritu mediador, todo ello se remonta tanto al saber difundido cuanto a la elegante formación clásica, y si todas estas enseñanzas no llegan a ejercer la menor influencia en nuestra actuación moral, se debe a menudo al azar de haberlo dejado todo a la merced del olvido al no usarlo: uno se sacude así el polvo de las aulas. Y ello por la sola razón de que la educación se lleva a cabo únicamente en lo formal o lo material, cuando no en ambos a la vez en lugar de buscarse en la verdad, en la educación del verdadero hombre. El Realismo supone ciertamente un avance, puesto que sólo pide a sus alumnos que comprendan y descubran aquello que aprenden; Diesterweg, por ejemplo, no se cansa de hablar sobre el “principio vivencial”; desde esta perspectiva, las materias de enseñanza por sí mismas no constituyen la verdad, sino algo positivo (entre lo que también se incluye la religión) que el alumno puede conjugar y sintetizar con la suma de sus restantes saberes positivos. Sin embargo, no existe ahí ninguna elevación por encima de la vivencia y la contemplación groseras, ni ningún estímulo para proseguir el desarrollo del Espíritu, adquirido precisamente a través de esta contemplación, y producir a partir de él o, en otras palabras, ser especulativo, lo cual significa prácticamente tanto como ser y actuar moralmente, Se conforman con educar gente razonable, pero no se proponen formar hombres racionales. Quedan satisfechos con comprender las cosas y lo dado, pero no parece incumbirles el saber comportarse. De esta suerte, se promueve el sentido por lo positivo, ya sea en su aspecto formal o, a su vez, en el material, y se enseña -adaptarse a lo positivo. Lo mismo que en otros terrenos, en la pedagogía tampoco se deja que la libertad llegue a irrumpir, que la fuerza de oposición tome la palabra; lo que se desea, por el contrario, es la subordinación. Tan sólo se tiende a un adiestramiento formal Y material; sólo son sabios los que salen de las huestes de los Humanistas; sólo son “ciudadanos útiles” los que salen de los aposentos de los Realistas -y unos como otros no son más que hombres subordinados. Se sofoca violentamente nuestro buen fondo de rebeldía y, con él, el desarrollo del saber hacia la libre voluntad. El resultado al que lleva la vida escolar no es entonces otra cosa que el filisteismo. Así como de niños nos habituamos a las cosas que se nos presentan, así también nos familiarizamos y adaptamos posteriormente a la vida positiva y a la época, convirtiéndonos en sus esclavos y en lo que se ha dado en llamar ciudadanos honrados. ¿Dónde se fortalece el espíritu de la oposición, en lugar de la servidumbre que se ha ido alimentando hasta nuestros días? ¿Dónde se educa al hombre creador, en lugar del hombre estudioso? ¿Dónde el maestro se convierte en colaborador? ¿Y dónde se asume el saber en el momento en que se transforma en voluntad? ¿Dónde se erige como objetivo al hombre libre, en lugar de hacerlo con el hombre educado? Desgraciadamente eso sólo sucede en contados lugares. Y no obstante, debe generalizarse la idea de que la tarea más elevada de la humanidad no consiste en la formación, no consiste en civilizar sino en la autorealización. ¿Se perjudicará con ello la formación? Todo lo contrario: de la misma manera que tampoco renunciamos al libre pensamiento por incorporarlo a la libre voluntad. Cuando el hombre funda su dignidad en el sentimiento, el conocimiento y la realización de sí mismo, es decir en su sentimiento de sí, en su autoconsciencia y su libertad, entonces tiende por sí mismo a proscribir la ignorancia que convierte al objeto extraño y desconocido en un obstáculo y un límite de su autoconocimiento. Si, por el contrario, se lo forma, podrá adaptarse siempre y de la manera más sutil y formada a las circunstancias, pero sólo para convertirse en almas serviles. ¿Qué son en su mayor parte nuestros espirituales y educados sujetos? Nada más que ridículos propietarios de esclavos, cuando no simples esclavos.
Los Realistas pueden presumir de una superioridad, la de no formar simples sabios sino ciudadanos razonables y provechosos. Sí, su contraseña “Educar a todos en función de la vida práctica” podría ser el lema de toda nuestra época, de no concebirse esa praxis en el sentido más vulgar de la palabra. Pues la verdadera praxis no es la de abrirse paso por las sendas de la vida, y el saber tiene suficiente dignidad para que no sea simplemente utilizado a fin de conseguir los objetivos prácticos de la vida. Antes al contrario, la más elevada praxis es aquella por la que el hombre libre se revela a sí mismo, y el saber que asume su propia muerte es la libertad vivificadora. ¡La vida práctica! Se cree haberlo dicho todo con esas palabras y, sin embargo, los mismos animales llevan una vida práctica desde el momento en que, llegado su destete teórico, corretean por los bosques y praderas en busca del placer que proporciona el alimento o son unidos al yugo -de cualquier negocio. Un docto en el alma animal como Scheitling llevaría la semejanza más lejos todavía, extendiéndola hasta el terreno de la religión, como puede verse en su “Teoría del alma animal”, una obra sumamente instructiva por esa misma razón, pues llega a acercar hasta el máximo el animal al hombre civilizado, y el hombre civilizado al animal. La “educación para la vida práctica” no forma más que personas de principios, incapaces de pensar y actuar sino en función de máximas, pero no forma hombres principales. Tan sólo forja Espíritus legales, pero no libres. ¡Que distintos son aquellos hombres en los que la totalidad de su pensamiento y de su acción se mece en un constante movimiento y rejuvenecimiento! ¡Que diferentes de aquellos que se mantienen fíeles a sus convicciones! Pues las convicciones son inalterables, no pulsan más que la misma sangre renovada a través del corazón, acaban petrificándose en cuerpos rígidos y tienen algo, por mucho que hayan sido adquiridos y no meramente aprendidos, de positividad y dignidad sagradas, De ahí que la educación realista sea capaz de formar caracteres firmes, aplicados y saludables, hombres inamovibles, fieles corazones, cosa que para nuestra degenerada raza no deja de ser un bien inapreciable. Pero caracteres eternos, aquellos cuya firmeza no reside más que en el incesante raudal de su autocreación y sólo son eternos porque a cada instante se crean nuevamente a sí mismos, haciendo brotar sus manifestaciones temporales a partir de la fuerza, perennemente fresca y joven, de su eterno Espíritu, esos caracteres no los formará nunca semejante educación. Lo que se suele llamar un carácter sano no es, en el mejor de los casos, más que una personalidad petrificada para llegar a su plenitud de sí misma, tiene que llegar a ser, a su vez, sufriente, tiene que contracturarse y estremecerse en la radiante pasión de un incesante rejuvenecer y renacer.
Es así como las líneas radiales de toda educación convergen en un punto central que recibe el nombre de personalidad. El saber, por muy erudito o profundo, amplio y fundamental que pueda ser, sigue perseverando en su carácter de posesión, de propiedad, hasta que no llega a disolverse en el punto imperceptible del Yo, emanando omnipotentemente a partir de él como voluntad, como Espíritu suprasensible e ilimitado. Y el saber experimenta esta transformación cuando deja de depender de los objetos, cuando aparece como un saber de sí, o bien, si eso parece más inteligible, cuando se convierte en un saber de la Idea, en una autoconsciencia del Espíritu. Entonces se trueca, por así decirlo, en impulso, en instinto del Espíritu, en un saber sin conciencia del que todos podemos hacernos al menos una imagen comparándolo con tantas y tan amplias experiencias que se subliman en uno mismo en un sentimiento simple que llamamos tacto: todo el amplio saber que se ha desprendido de aquellas experiencias se concentra en un saber instantáneo que decide nuestros actos en un abrir y cerrar de ojos. Y es justamente a esa inmaterialidad a la que debe tender el saber, sacrificando sus partes mortales y convirtiéndose en inmortal -voluntad.
En esa cuestión, en el hecho de que el saber no se purifique en la voluntad, en la afirmación de sí, en la pura praxis, reside gran parte de la miseria de nuestra educación. Los Realistas intuyeron este vacío, pero tan sólo para llenarlo de manera mezquina con la formación de “hombres prácticos” carentes de ideas y de libertad. La mayor parte de los seminaristas son la corroboración viviente de esta desdichada orientación. La educación debe ser exactamente lo contrario, debe convertirse en personas y, aun partiendo del saber, debe tener siempre presente su esencia, es decir, que el saber nunca ha de ser una propiedad, un tener, sino el Yo mismo. En una palabra, no es el saber el que debe constituir el centro de la educación, sino la persona que alcanza el despliegue de sí misma; la pedagogía no ha de pretender civilizar a los hombres, sino formar personas libres, caracteres soberanos, y la voluntad, tan duramente oprimida hasta ahora, no debe debilitarse más. ¿Si no se atenúa el impulso del saber, por qué ha de reducirse el impulso de la voluntad? Y si se estimula aquél, con la misma razón debe estimularse éste. La arbitrariedad y la indisciplina del niño tienen los mismos derechos que su afán de saber. A éste se lo alimenta esmeradamente. ¡También debe fomentarse la fuerza natural de la voluntad, la oposición! Que el niño no aprenda a sentirse a sí mismo, significa que no aprende lo más esencial. ¡Que no se sofoque su orgullo, su libertad! Frente a su insolencia, ni propia libertad siempre queda a salvo. Pues si su orgullo se trueca en terquedad, si el niño pretende doblegarme yo, que soy tan libre como pueda serlo el niño, tampoco tengo por qué tolerarlo. ¿Pero significa eso que deberé defenderme utilizando el fácil instrumento de la autoridad? ¡De ningún modo! Pero le opondré la fuerza de mi libertad hasta que la terquedad del niño se rinda por sí misma. Un hombre entero no necesita ser -una autoridad. Y cuando la libertad se convierte en descaro pierde precisamente esa fuerza que caracteriza, por ejemplo, el dulce poder de una auténtica mujer, de su maternidad, o de un hombre firme. Se ha de ser muy débil para acudir en auxilio de la autoridad, y muy perverso para creer que el descaro puede corregirse por convertirlo en temor. Exigir el temor y el respeto son cosas que pertenecen a la época pasada del Rococó.
¿De qué nos lamentamos, pues, cuando nos referimos a los defectos de nuestra actual formación escolar? De que nuestras escuelas se asienten todavía sobre el viejo principio del saber sin voluntad. El nuevo principio, por el contrario, es el de la voluntad en tanto que purificación del saber. Por eso rechazamos todo tipo de “concordato entre la escuela y la vida” pues la escuela misma es la vida, y la autorevelación de la persona su tarea, tanto dentro como fuera de ella. La educación universal de la escuela debe ser una formación para la libertad, y no para la servidumbre. ¡Ser libres, esa es la verdadera vida! La constatación de la ausencia de vida que aquejaba al Humanísmo hubiera debido de conducir el Realismo a esta conclusión. Sin embargo, sólo se tuvo en cuenta que la formación humanista no capacitaba para la llamada vida práctica (burguesa, mas no personal) y, oponiéndose a la educación puramente formal, se orientó hacia una formación material, en la esperanza de que si daba a conocer las materias útiles para el intercambio social no sólo superaba el formalismo, sino que daba satisfacción a las más elevadas necesidades. Con todo, la educación práctica esta muy por detrás de la formación personal y libre, y si aquella proporciona la habilidad para abrirse paso en la vida, ésta confiere la fuerza, los fogosos destellos de una vida que se abre a partir de sí misma; si aquella prepara para que nos encontremos en el mundo de lo dado como en nuestra propia casa, ésta enseña a encontrarse consigo mismo como en su morada. No somos Todo cuando nos desplegamos como miembros útiles de la sociedad, pues únicamente podemos alcanzar esta plenitud cuando somos hombres libres, personas autocreadoras.
Si la idea y el impulso de nuestro tiempo es la libre voluntad, la pedagogía debe acoger la formación de la personalidad libre como su primer y último objetivo. Humanistas como Realistas se limitan al saber y, a lo sumo, se preocupan por la libertad del pensamiento, convirtiéndose en librepensadores a través de la libertad teórica. Con el saber, sin embargo, sólo somos libres interiormente (una libertad a la que por nada debemos renunciar), mientras que exteriormente podemos seguir siendo, con toda nuestra libertad de conciencia y de pensamiento, esclavos en la servidumbre. Y sin embargo, precisamente aquella libertad exterior para el saber constituye, para la voluntad, la libertad interior y verdadera, la libertad moral.
Y sólo en esta educación universal, en la que lo más bajo se conjuga con lo más elevado, hallamos la verdadera igualdad de Todos, la igualdad de las personas libres, sólo en la libertad es posible la igualdad.
Frente al Humanismo y el Realismo podemos llamarnos, si es un nombre lo que se desea, moralistas, pues nuestro objetivo es la formación moral. Con ello se objetará inmediatamente que no aspiramos a otra cosa que a una formación guiada por leyes morales positivas, cosa que, de hecho, ya se ha venido haciendo hasta nuestros días. Pero precisamente porque es lo que ha sucedido hasta ahora, son esas leyes las que descarto, y el hecho de que sólo deseo ver el despertar de la fuerza de oposición, y no la subyugación de la voluntad, sino su glorificación, debiera bastar para esclarecer esta diferencia. Y para distinguir todavía más los requisitos que hemos expuesto de las mejores aspiraciones de los Realistas, tal como aparecen, por ejemplo, en el recién aparecido programa de Dieterweg, en la página 36: “La insuficiencia de nuestras escuelas y de nuestra educación en general reside en el defecto de una formación del carácter. No educamos ningún tipo de carácter”, para distinguirlo claramente de esta perspectiva diré que aquello que necesitamos es una formación personal (no la acuñación de un carácter). Y si una vez más se desea agregar un -ismo a quienes siguen este principio, éste podría ser, en mi opinión, el de Personalismo.
Por esa razón, y para volver nuevamente a Heinsius, “el vívido deseo de la nación de que la escuela se aproxime a la vida” no podrá cumplirse sino cuando se encuentre la auténtica vida en la personalidad, la independencia y la libertad, pues quien aspire a estos objetivos no renunciará por ello a todo lo bueno que existe tanto en el Humanismo como en el Realismo, sino que ennoblecerá a ambos, elevándolos a una altura infinitamente mayor. Tampoco puede ponderarse el punto de vista nacional que detenta Heinsius como el justo, pues más bien lo es el punto de vista personal. Sólo el hombre libre y personal es un buen ciudadano (Realistas), e incluso careciendo de una cultura especial y erudita (filosófica, artística, etc.), será un juez de delicado gusto (Humanistas).
Si, finalmente, tuviera que expresar en pocas palabras el objetivo que nuestra época debe alcanzar, formularía el necesario fin de la ciencia exenta de voluntad y el auge de la voluntad autoconsciente que se consuma en el esplendor de la persona libre de la siguiente manera: ¡El saber tiene que perecer para que pueda renacer como voluntad que se engendra siempre de nuevo en tanto que persona libre!

jueves, 18 de noviembre de 2010

Cortas reflexiones sobre las drogas x Miguel Garrido


1.- Las drogas no liberan. Las drogas divierten, deshiniben, animan, deprimen, provocan distensión... Pero no liberan.

2.- El mercado absorvió el producto de la droga, convirtiéndolo en un producto como otro cualquiera. Esto se demuestra en su régimen del beneficio, actualmente expresado en la ley de la oferta y la demanda. El mercado de las drogas, tanto de las legales como de las ilegales, se gestiona mediante la publicidad, el dinero, el trabajo alienado, la mercancía, etc.

3.-
La ilegalidad de las drogas se fusiona con la permisividad, la marginación con la continuación del ciclo capitalista. A pesar de continuar siendo ilegales, se manifiestan como un instrumento de control social destinado principalmente (y no solo) a las capas menos favorecidas por el sistema, así pues, como arma del capital que en ocasiones sirve para criminalizar y en otras para adormecer. Por tanto, exigir al Estado su legalización es un absurdo desde el momento en que una buena parte de las drogas se definen entre otras características como ilegales, formando parte de su esencia, siendo la ilegalidad causante en gran parte de su efectividad. Su función pacificadora se revela bajo estas condiciones debido a que el Estado, por encima del sistema jurídico, puede jugar corruptamente con las leyes aplicándolas cuando y a quien le conviene. Equiparar en todas las ocasiones la cultura de la ilegalidad con la contracultura de la rebeldía es un error, de la misma forma que lo es el hacerlo respecto a la legalidad.

4.- La jerarquización en el poder del efecto de las distintas drogas se manifiesta en la jerarquía de las distintas clases sociales, diversificadas tras la restructuración neoliberal del Capitalismo. Por tanto, el alcohol, los fármacos y el tabaco se administran a todos los sectores sociales, descendiendo en clase social a medida que aumenta el efecto de la droga. De esta forma llegamos a drogas como la heroína o el crack que se promocionan principalmente en sectores sociales marginados y empobrecidos. La relación efecto-posición social se demuestra como inversamente proporcional. Esto tiene su reflejo en el plano territorial, donde se diferencian las diferentes zonas de las ciudades en función de la marginalidad, siendo la droga una de las mayores causantes de ella.

5.- La relación social que se establece en la compra-venta de drogas es la misma que se establece con otras mercancías, es decir, una relación de poder. Donde unos tienen el poder de fabricarlas y comercializarlas sobre el trabajo alienado, y otros solo tienen el poder de consumirlas bajo condicionamientos sociales. Mientras no se elimine esta relación, las drogas nunca podrán tratarse como una opción personal sin más. Existen, por tanto, dos niveles al tratar este tema: El del placer-dolor individual y el de los efectos económicos y sociales; cada uno compuesto de diversos factores. Los movimientos sociales deben tener en cuenta todos los niveles y factores a la hora de posicionarse. No se trata de una posición de afirmación o negación del uso de drogas, sino de todo un continuo de elementos que requieren un trato diferenciado de análisis. Esto es así en tanto en cuanto no es lo mismo la marihuana que la heroína, ni la adicción que la diversión, por ejemplo.

6.- La apología de las drogas dentro del sistema capitalista se convierte así en apología de las relaciones de autoridad del mismo sistema capitalista. Mientras no se diferencien los distintos niveles de análisis esto continuará siendo así.

7.- El puritanismo y la abstención total son igualmente reflejos distorsionados de comportamientos estilizados de la sociedad capitalista en los movimientos sociales. En ocasiones, la reactividad ante un hecho negativo crea comportamientos y posturas igualmente obsoletas. La demonización de las drogas corre la misma suerte que su apología. Ninguna de las dos posturas comprende un análisis real, sino una parte del mismo, es decir, toman una parte por el todo. La misma falta de comprensión respecto a otros temas demuestran que las drogas no son una excepción en la insuficiencia teórica. Que individualmente se deje de consumir drogas es perfectamente respetable, pero el abogar por esta postura y quedarse en ella no facilita la creación de una respuesta colectiva, antes bien la entorpece. La droga no debe ser abolida, deben ser abolidas la drogadicción, la miseria que crea, su mercado, etc.

8.- Las drogas, como tales, no son ni parte de la solución ni parte del problema. Son lo que son, a pesar de que las relaciones sociales las hayan distorsionado. Sus efectos sobre el cuerpo de las personas se diferencian netamente de los efectos sociales que generan, en una sociedad con unas relaciones sociales distintas no sería necesaria la solución a ningún problema, debido a que su abolición como mercancía y elemento de ilegalidad las convertiría en instrumento de placer y no de evasión o potenciación del rendimiento.

9.- A un nivel más concreto, entendemos que las drogas forman parte de la autogestión de los movimientos sociales (venta de alcohol en fiestas y conciertos, principalmente). Pero también vemos necesario asumir la insuficiencia de los mismos cuando no se encuentra otra forma distinta de hacerlo. No consideramos negativa esta forma, sino nuestra dependencia al respecto y su práctica exclusividad. Es necesario, desde este punto de vista, encontrar nuevos modos de autogestión.

Miguel Garrido

Anarquismo teórico e ideología anarquista x Miguel Amorós


“Si la reflexión, el sentimiento o cualquier otro aspecto que adopte la conciencia subjetiva, juzga como algo vano lo existente, va más lejos que él y trata de conocerlo así, entonces se reencuentra en el vacío, y, puesto que sólo en el presente hay realidad, la conciencia resulta únicamente vanidad.”

Hegel, Filosofía del Derecho

Las derrotas son propicias a los inventarios con sus inevitables conclusiones; el pájaro de Minerva emprende el vuelo a la medianoche, pero no es menos cierto que a causa de sus heridas no siempre se eleva lo suficiente para posarse avizor en las ramas más altas, y a menudo queda a ras de suelo, debatiéndose entre las malas hierbas. Las condiciones de los derrotados, la desmoralización profunda de la derrota, las esperanzas imposibles fomentadas por un instinto de supervivencia exasperado, contaminan la reflexion e impiden que tome la necesaria distancia con los hechos que juzga para concluir objetivamente y sugerir una nueva conducta histórica. Algo así pasó con el anarquismo español después de 1939. En el exilio y en la cárcel de los años cuarenta se debatía ante la misma encrucijada que medio siglo antes se había presentado a la socialdemocracia: reforma o revolución. Una parte –y no la menor—opinaba que el anarquismo había procedido desde siempre de forma negativa, y que había llegado el momento de preocuparse por creaciones positivas y a corto plazo, aunque fueran de poca monta, lo que de algún modo significaba un radical cambio de rumbo. La acción debía de orientarse no hacia el choque frontal contra la dominación sino hacia la colaboración política y económica con sus instituciones, tal como se había hecho durante la guerra civil revolucionaria y se continuaba haciendo en el exilio seis años después. La acción no tenía que arrebatar su espacio a la burguesía sino penetrar y desenvolverse en su territorio. Según la alternativa reformista, el anarquismo era aceptable como idea pero no como método, bueno como “filosofía de vida”, no como praxis basada en la “aprehensión de lo presente y de lo real”: un ideal abstracto separado de la prosaica actividad cotidiana y acompañándola sólo en tanto que quimera decorativa. Como si los ideales fuesen “demasiado excelentes para gozar de realidad o también demasiado impotentes para proporcionársela” y debieran limitarse “a deber ser sólo y a no serlo efectivamente” (Hegel). Pero el problema para los revisionistas no era habérselas con “la idea”, sino habérselas con la realidad. Y si en el contexto difícil de la posguerra el anarquismo revolucionario tenía muy pocas posibilidades de ejercitarse cuando en el país sólo se pensaba en sobrevivir, tampoco el revisionismo tenía demasiado espacio, por lo que no se materializó más que en inútiles compromisos con las instituciones inoperantes del exilio o con el pretendiente al trono, en programas políticos que perseguían, bien la constitución burguesa de 1931, bien la monarquía parlamentaria, y en diversos proyectos de partido, aunque hubo quienes llevaron su lógica hasta el fin, colaborando con el régimen de Franco.

En el bando contrario, se afirmaba que la colaboración institucional había sido obra de circunstancias excepcionales y había resultado un completo fracaso, contribuyendo al desastre final. Tanto mejor hubiera valido el apoliticismo aun al precio de quedar aíslado, puesto que perdidos por perdidos, se hubiera caído con honor, en defensa de sus ideas, no en defensa del Estado. Se imponía una restauración de los “principios, tácticas y finalidades” del movimiento libertario para luchar por la vuelta a “las conquistas del 19 de julio”. La fracción “purista”, tan comprometida como la otra en la política republicana, evitaba entrar en detalles sobre las verdaderas motivaciones de ese giro de ciento ochenta grados en su conducta orgánica, ni precisar cómo volverían aquellas conquistas, o cómo se restaurarían aquellos principios. Ni una palabra sobre cómo funcionarían los sindicatos únicos en la clandestinidad de un régimen totalitario, ni sobre cómo se llevarían a cabo la acción directa, la lucha antiestatal y la insurrección revolucionaria contra el franquismo. Ni la neoortodoxia se sentía dispuesta a repasar críticamente su trayectoria política y militar durante la guerra civil, ni a descender a la atroz realidad de la dictadura. Para los “puros” la acción no parecía constituir un problema, puesto que no era cuestión de salvar la vida a nadie ni de conquistar realmente nada, sino de escudarse en los principios, arsenal bien repleto de donde extaer todas las justificaciones posibles. Si los principios quedaban anonadados por la realidad, tanto peor para la realidad. Por ese camino el anarquismo solamente se concretaba en retórica, inhibición e inmovilismo, y a lo sumo, en alguna aventura insensata. Si en el revisionismo la acción se volvía más y más repelente, en el purismo se evaporaba. En uno la idea se transformaba en paisaje de la política burguesa; en el otro, ascendía al cielo de las causas perdidas. Para unos, el anarquismo formaba parte de una especie de moral privada con que afrontar de una forma u otra la ramplonería de la cotidianidad política; para los otros, constituía una fe con la que consolarse de los males de la tierra, un credo a defender de sus judas con patriotismo de campanario. En ambos casos, una ideología.

El anarquismo dejaba entonces de ser la expresión intelectual del sector más avanzado del movimiento obrero en la península, un producto de la lucha de clases y una teoría de esa lucha. Y no lo era porque su contenido no era ya la realidad --en aquel momento, la realidad de la derrota, del retroceso y de la aniquilación del movimiento obrero. Ya no necesitaba comprender la realidad en su amarga involución manifiesta, para encontrar la manera de actuar en ella y así transformarla conforme a sus fines aplicando sus métodos específicos. El anarquismo desaparecía como fuerza material para volverse etiqueta, catecismo, gueto. Un ente mitad iglesia, mitad partido. Dejaba de ser pues una idea fundida con una práctica que no la contradecía sino que la desarrollaba, una crítica social enraizada en las condiciones materiales de existencia del proletariado, para devenir algo trivial, accidental, contingente, y por consiguiente, propiamente irreal. Una utopía, un sueño, una ilusión, algo que no podía servir a los intereses generales de clase.

La diferencia primera entre el anarquismo teórico –entre la reflexión desde el anarquismo-- y la ideología anarquista, reside en la separación entre idea y práctica, fines y medios, conciencia y acción. La ideología es a la vez el poder separado de las ideas y las ideas del poder separado. En el caso español, las ideas eran “los principios” o “las circunstancias” según se mirase, y el poder separado era la Organización y sus Plenos, la rutina burocrática con mayúsculas. La segunda, yace en la confusión de la parte con el todo, del momento con el proceso, de las cuestiones tácticas con las líneas estratégicas, como demostrarían por ejemplo las ideologías municipalista, primitivista o insurreccionalista. El concepto de ideología deriva del concepto de religión, materia cuya crítica los jóvenes hegelianos hicieron “la condición primera de cualquier crítica”. La religión, como la ideología en general, es la conciencia invertida del mundo. El mundo de la ideología es un mundo visto del revés, al que hay que volver cabeza arriba para comprenderlo. La realidad, la verdad de este mundo, hay que encontrarla en la vida material concreta, en la acción humana transformadora; en concreto, en el trabajo, no fuera de él. Marx, en su juventud, llamó ideología a todo lo que no fueran fuerzas productivas, a todo lo que transcurría al margen de la economía y no reconocía un origen económico. La ideología estaba formada por fantasías con las que los seres humanos, en una sociedad insuficientemente desarrollada, explicaban sus fuerzas esenciales, su potencialidad. Nacía de la insatisfacción de una praxis limitada, debida a que el progreso tecnoeconómico todavía no había alcanzado la totalidad de los aspectos de la vida. De acuerdo con el punto de vista marxista, la ideología tendería a desaparecer con un desarrollo pleno de las fuerzas productivas, es decir, con el desarrollo de la fuerza principal, el proletariado, cuyas condiciones objetivas de vida impondrían un realismo liquidador de las fantasmagorías que alejaban a los obreros de su vida auténtica. La disolución de los prejuicios ideológicos eran para el obrero una exigencia de su realidad inmediata. Prolongando este razonamiento, algunos discípulos de Marx (Plejanov, Rosa Luxemburg, Maurín) caracterizaron al anarquismo de ideología típica de un proletariado insuficientemente desarrollado. Resulta harto fácil ver la ingenuidad que recorre tal razonamiento, pues es mas verdad que la generalización de la condición proletaria lleva emparejado un desarrollo supremo de la ideología. El mundo de la mercancía y de la técnica autónoma es el mundo completamente al revés. La experiencia del movimiento obrero bastaría para demostrar la pervivencia de la ideología, la impostura de representaciones falsas que los burócratas elevaban con facilidad por encima de la vida proletarizada. La crítica de la ideología pudo completarse gracias al psicoanálisis, que logró relacionarla con diversas formas de degradación de la personalidad como la neurosis caracterial, la esquizofrenia y la falsa conciencia en general, explicando fenómenos ideológicos como el racismo, el autoritarismo o el militantismo. En momentos y periodos determinados, cuando eran muestras vivas de un pensamiento emancipador, una reflexión por decirlo en palabras de Proudhon que salía de la acción y volvía a la acción, en resumen, cuando eran revolucionarios, el marxismo y el anarquismo proporcionaron al proletariado un conocimiento suficiente de la sociedad y lo mantuvieron fuera de la política burguesa, permitiéndole hacer historia. Por otra parte, las creaciones revolucionarias de los trabajadores, los comités de fábrica, los sindicatos únicos o los consejos obreros, fueron lugares de encuentro entre las ideas abstractas y la práctica concreta, el espacio donde dichas teorías devenían realmente obreras y los obreros, teóricos. En otros momentos y otros periodos, cuando tanto el socialismo como el anarquismo se convirtieron en ideologías para servir a fines espurios, los propios de una burocracia parásita o de un comportamiento evasivo y sumiso, fueron responsables del oscurecimiento de su conciencia de clase y de los falsos derroteros de su conducta. Y así pues, hoy en dia la crítica de la ideología, la religión secularizada, continúa siendo la condición primera de toda crítica.

En el apogeo del capitalismo fordista, preguntarse por la validez de las enseñanzas de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Reclus o Malatesta tenía poco sentido. Ninguno pudo conocer hasta qué punto eran estrechas las relaciones que existían entre el desarrollo de las fuerzas productivas, la colonización de la vida cotidiana y la contrarrevolución. Los teóricos anarquistas habían de ser considerados simplemente como parte de la cohorte de precursores, fundadores y continuadores del pensamiento socialista revolucionario, igual que Marx, Engels, Rosa Luxemburg, Pannekoek, Reich, Benjamin o Fourier, por citar sólo a unos cuantos. Especialmente criticables en el viejo anarquismo serían la confianza excesiva en la espontaneidad insurreccional de las masas proletarias y campesinas, sus oscilaciones entre las tácticas ultralegalistas y la propaganda por el hecho o las expropiaciones, su incapacidad para las alianzas con otros sectores obreros, la permanente tentación política, la falta de estrategia clara, el confusionismo organizativo, etc. Cualquier tentativa de restablecer una doctrina anarquista –un sistema-- con retazos de ideas descontextualizadas no sería más que una utopía reaccionaria. Sin embargo, determinados elementos del anarquismo conservan su eficacia subversiva y su negatividad, pudiendo aplicarse aun cuando las condiciones sociales hayan cambiado y las circunstancias sean otras. Tal la crítica del Estado y del parlamentarismo, de los partidos y de la ciencia, sin olvidar su amor a la libertad y sus aportaciones a la pedagogía, la medicina social y la sexología. Durante la Revolución española alcanzó sus mayores cotas de realización, pero la derrota transformó sus postulados teórico prácticos en ideología.

En los años sesenta ningún revolucionario sincero podía abstenerse de criticar la ideología anarquista y sus representantes. La reconstrucción de un pensamiento radical y una acción revolucionaria pasaba por una ruptura con ese mundo. A eso he llamado crítica anarquista del anarquismo real, aunque hubiera sido mejor llamarlo irreal, es decir, ideológico, puesto que sólo lo racional es propiamente real. Critica de entrada eminentemente negativa y que abarcaba la Revolución del 36. En efecto, los años sesenta conocieron el auge de un irrespetuoso anarquismo que inmediatamente entró en conflicto tanto con la izquierda tradicional como con los guardianes del templo de la anarquía. Dicha crítica debía afrontar problemas nuevos que emanaban de las condiciones de vida en un capitalismo tardío y que en vano esclarecería limitándose a los textos clásicos: las luchas anticoloniales, el maoismo, la revuelta húngara, la autogestión, la integración del arte, la cultura de masas, las armas nucleares, la polución y destrucción de los entornos naturales, el urbanismo concentracionario, el papel de las tecnologías y la automatización, el del automóvil, la sociedad de consumo, la represión sexual, la emancipación de la mujer, la cuestión de la violencia, etc. La inmensidad de la tarea crítica debutaría con los intentos de reconciliar a Marx con Bakunin, o sea, de utilizar el análisis marxista desde posiciones antiautoritarias, formulación demasiado simplista, fácil de acabar en una ideología marxista libertaria estilo Guérin o Rubel. Hacían falta una puesta al día en la subversión y una nueva crítica de la política, y por lo tanto, muchas otras lecturas, --en el campo de la sociología, la filosofía, la antropología, la historiografía, el arte, etc.-- pero, por encima de todo, hacía falta aprender a vivir intensamente. Se trataba de reafirmar la lucha de clases, primero, denunciando la función policial de los sindicatos y partidos ante las nuevas formas de acción (absentismo, huelgas salvajes, sabotajes, sustracción de material) y de organización (comités, asambleas, piquetes, coordinadoras, consejos). Segundo, ampliando su radio de acción al terreno de la vida cotidiana (luchas de barrio, rechazo del trabajo, de la familia, de la religión y del servicio militar, expropiación de fotocopiadoras, comida o libros, contracultura, rock, maría, subjetividad, aventuras, squatters, comunas). La labor teórica de la Internacional Situacionista fue la primera (y la única) crítica global moderna de la sociedad de clases, pronto confirmada por una serie de revueltas, a saber, la de los provos holandeses, el zengakuren, la revuelta de los negros americanos, el mayo francés, la revolución abortada de los obreros y soldados en Portugal y el movimiento italiano del 77. No podemos decir que fuese completa, pues no era el resultado de todos los esfuerzos teóricos precedentes y por lo tanto no contenía los principios de todos ellos, puesto que ignoraba algunos temas fundamentales como la crítica de la razón instrumental o la cuestión ecológica, por no hablar de su crítica superficial del anarquismo, pero fue la más desarrollada y concreta. En todas partes se manifestaba el mismo espíritu antiautoritario, la misma exigencia profunda de libertad, el mismo proyecto de reconstrucción apasionada de la vida social que la I.S. captó mejor que nadie. Y un poco en todas partes el capitalismo hubo de emplearse a fondo y renovarse rápidamente de pies a cabeza, a menudo utilizando los argumentos y las armas del contrario.

En los países donde subsistían restos de tradición obrera anarquista, el anarquismo que brotaba como respuesta espontánea y en gran parte emotiva a las nuevas servidumbres impuestas por el capitalismo, se dio de bruces con los muros de la ideología y la ira de sus defensores. No era un conflicto generacional, era un reflejo de la nueva lucha de clases. En las condiciones dominantes modernas, el gueto ideológico y sus viejas costumbres habían pasado a formar parte del capitalismo en tanto que ruinas inofensivas: era algo que tenía que morir para que las nuevas generaciones revolucionarias viviesen. Lo que aproximaba el gueto anarquista a los valores dominantes era mayor que lo que le separaba de los nuevos rebeldes, por eso se distinguía tan poco del entorno político y encontraba en él tan fácil acomodo. Ha sido común señalar desvergonzadamente el papel jugado por los anarquistas “en defensa de las libertades” o en la consolidación de “la democracia”. La ironía de la historia mostraba a unos viejos libertarios satisfechos de estrechar filas al lado de la burguesía. En España, donde la mencionada tradición fue mayor que en ninguna otra parte y donde la represión de la dictadura había mantenido congeladas las contradicciones de la ideología, la bronca entre antiguos y modernos –y entre ortodoxos y revisionistas-- adquirió visos de batalla campal.

El “relanzamiento” de la CNT tuvo lugar en 1976 fuera de las fábricas, es decir, al margen del movimiento obrero. No fue por consiguiente una emanación de la renaciente lucha de clases, sino el producto de una serie de reuniones entre grupos heterogéneos ajenos a las asambleas de huelguistas y con un denominador común: contruir una central sindical que disputase a Comisiones Obreras un espacio en la representación separada de la clase. La presencia de organizaciones como Solidaridad y la admisión de cincopuntistas y otras basuras verticales indicaba claramente que el tipo de sindicalismo perseguido no iba a diferenciarse mucho de las demás opciones. Coherentemente con esos planteamientos, los relanzadores no se preocuparon de las disyuntivas cruciales del movimiento asambleario de los trabajadores; más bien plantaron el chiringuito, o sea, una estructura burocrática suficiente (los Comités regionales, el nacional, el secretariado permanente, el carnet confederal, los plenos) y buscaron la alianza con la UGT y la USO para repartirse el pastel que CCOO trataba de guardar para sí: el control del mercado laboral. Las demandas de “libertad sindical” y desmantelamiento de la CNS, y el debate sobre su legalización, marcaron la primera etapa de la CNT reconstruida. Ésta no sólo ignoró las posibilidades revolucionarias presentes que se iban evaporando a falta de avances en la clarificación y la acción, sino que contribuyó a darle la puntilla al movimiento de las asambleas adhiriéndose de jure o de facto al llamamiento de la COS a la huelga general del 12 de noviembre, que marcó el punto final de las movilizaciones autónomas y el comienzo de la contraofensiva sindicalera a toda regla. Sin embargo, el fracaso de la autoorganización de los trabajadores --la transformación fustrada de las asambleas en consejos obreros-- atrajo hacia la CNT a muchos luchadores que no aceptaban el sindicalismo burocrático y claudicante que se les venía encima, con la vana esperanza de hallar en ella unas estructuras horizontales de apoyo y un espíritu antiautoritario con que seguir combatiendo. La imagen de lo que la CNT había sido podía sobre su pobre realidad. También se acogieron a ella muchos jóvenes desinteresados en los conflictos laborales, que deseaban una CNT no sindical, sino “integral”, es decir, una organización “global” entregada a todas las cuestiones sociales y militando en todos los frentes abiertos contra el capitalismo. Finalmente, a lo largo de 1977, ingresaron toda una serie de grupúsculos obreristas “pro autonomía” nacidos al calor de las asambleas o en paralelo a las mismas, demasiado confusos e incapaces para tener casa propia, y por lo tanto, inclinados a incubar sus huevos en la ajena. Veían en el sindicalismo aún virgen de la CNT al “germen” de la “autonomía obrera”, una ideología criptoleninista de origen italiano; tan cierto es que los enemigos de la autonomía proletaria se disfrazan de ésta para mejor combatirla. Entre unas cosas y otras, el crecimiento de la CNT a partir de enero del 77 fue imparable, la asistencia a sus mitines y jornadas, multitudinaria, las publicaciones de carácter libertario, numerosas, y el triunfalismo de sus burócratas, exultante. En año y medio la afiliación había subido de unos pocos miles a 129000. Llegarían a sobrepasar los 250000 en 1978. La preocupación del partido del orden (la patronal, los demás sindicatos y el Estado) era seria, puesto que en vísperas de los acuerdos de la Moncloa, el Pleno Nacional de septiembre había proclamado la asamblea como único organismo soberano y decisivo. Según la ponencia sobre la cuestión, el sindicato debía limitarse al apoyo y solidaridad con las huelgas, no a la mediación. La CNT no debía interponerse entre la patronal y los obreros, sino diluirse en las asambleas. No obstante, los dirigentes del orden establecido se tranquilizarían rápidamente, ya que la victoria de los asamblearios fue pírrica pues acarreó el contraataque de las facciones sindicalistas y de las ortodoxas --las adscritas a las formas de la ideología durante la República--, intensificándose una lucha por el poder que, empezando en el secretariado, abarcó todos los niveles, desde los diversos comités a las juntas de los sindicatos.

Los Pactos de la Moncloa priorizaban un tipo de sindicalismo de “concertación” que excluía cualquier acción directa y proscribía toda generalización de las luchas, dos de los pocos puntos en los que casi todos los cenetistas estaban de acuerdo. Consecuentes con ello, los denunciaron y boicotearon las elecciones sindicales, aunque muchos afiliados se presentaron como “independientes” y salieron elegidos. De todas formas, la abstención fue considerable, pero a UGT y CCOO les bastó poco más de un 10% de los sufragios para ser representativos ante la patronal y el gobierno. La CNT se jugaba el tipo si no superaba mediante movilizaciones su marginación de los comités de empresa y de las negociaciones de los convenios. Pero a esas alturas –enero de 1978- el movimiento obrero asambleario se batía a la defensiva y las fórmulas mixtas de comités de representantes de asamblea-sindicalistas, o comités sindicales refrendados por asambleas, substituían a las formas anteriores de democracia directa. La CNT no podía contar con el empuje de los trabajadores, ya terminado, con el añadido de que, a pesar de la creciente afiliación, como central no había encabezado todavía ninguna huelga importante, no se había estrenado. Por otra parte, su poder de convocatoria ya no era el de las Jornadas Libertarias; a la manifestación contra los Pactos de la Moncloa en Barcelona acudieron sólo diez mil personas, a pesar de multiplicar por cuatro esa cifra el número de afiliados en aquella ciudad. Y ese mismo día (el 15 de enero de 1978 ), ocurrió la provocación policial del Scala. A las disputas en torno al asambleismo y la organización integral se añadieron nuevas confrontaciones, esta vez acerca de las elecciones sindicales, de las acciones violentas de minorías y de la presencia de grupos armados que comprometían a la Organización. Las luchas por el poder entre las diferentes tendencias y personajes arreciaron al punto de tener que trasladarse el secretariado permanente de Madrid a Barcelona (abril de 1978 ). Desde entonces será una constante que los secretarios aprovechen los cargos para formar su propia fracción y competir con las demás. Confirmando una constante dada en los periodos contrarrevolucionarios, los cargos más relevantes iban siendo ocupados por los personajes más impresentables. Mientras tanto, se desvanecían las huelgas asamblearias e iban menguando dentro de la organización los asambleistas y los “integrales”, adquiriendo en cambio nuevos bríos los partidarios de un sindicalismo moderado y de la participación electoral, en su mayoría antiguos “autónomos”, pasados al revisionismo antianarquista con armas y bagajes. Gracias al sistema de plenos en los que sólo participaban los cargos sin tener en cuenta las asambleas de militantes ni el número de afiliados representados, los ortodoxos, bautizados por sus enemigos como el “Exilio-FAI” o como “los históricos”, dominaron la Organización. Todavía la revista Ajoblanco tiraba en junio 150000 ejemplares, indicio de la existencia de una notoria sensibilidad libertaria, aunque fuera muy pasada por agua, pero la afiliación descendía en picado. La huelga de las gasolineras fue la primera y la última dirigida por la CNT, y con ella se hizo el harakiri. Ni acción directa, ni sindicalismo duro; intermediación gubernativa y triunfo patronal. Durante 1979 las desfederaciones, expulsiones y disoluciones de sindicatos se sucederían sin interrupción; las luchas de fracciones no conseguían ocultar que la apuesta giraba en torno a las elecciones y a la mediación burocrática declarada. Casos como el de la FIGA (el vanguardismo aventurero), el de Askatasuna (el nacionalpopulismo) o el de los “paralelos” (el oportunismo sindicalero), pusieron de relieve el grado de descomposición alcanzado, especialmente el de estos últimos. En un clima de reflujo no funciona más sindicalismo que el burocrático. Para los paralelos --y para electoralistas en general-- se trataba de incorporarse a la dinámica sindical dominante y jugar el juego de UGT y CCOO so pena de marginarse y quedar fuera no sólo de los tratos con los empresarios y el gobierno, sino de las subvenciones y ayudas oficiales. Ese fue el quid de la cuestión que se dirimió en el autoproclamado quinto Congreso, celebrado en diciembre de 1979 por una escuálida CNT que no representaba a más de treinta mil afiliados. Triunfó la ideología arcaica y las minorías reformistas fueron encaminándose, las unas, hacia los sindicatos “mayoritarios”, y, las otras, hacia la reconstrucción de una segunda CNT obrerista del mismo pelaje. Y con el tiempo, salvando los pequeños círculos fieles a la ideología clásica que conservaron la propiedad de las siglas y ampararon bajo ellas una actividad muy limitada, la masa de militantes bien se retiró hacia lo privado, bien acabó en el redil de un sindicalismo burocrático, impotente y entreguista que supuestamente había jurado combatir.

Si las aventuras de la ideología fueron trágicas en el pasado, en el periodo de la “Transición” adquirieron visos de auténtica farsa. En esta ocasión el anarquismo y el anarcosindicalismo no reaparecieron como pensamiento y práctica del movimiento revolucionario de la clase obrera anterior al franquismo, sino como una mistificación primaria, un chou a menudo cómico cuya función por supuesto no era traer a colación las enseñanzas de antiguos combates, sino colaborar, paseando por el wild side, en la modernización capitalista. El contraste entre la práctica de la clase obrera hasta 1977 y una teoría revolucionaria casi ausente, o sea, una “expresión general y nada más del movimiento histórico real” apenas esbozada, favorecía el desarrollo de la ideología y de la burocracia. Ambas extraían su fuerza de la imagen de un pasado revolucionario con sus contradicciones tan bien disimuladas como las alienantes condiciones de existencia de las clases trabajadoras en el presente. En tanto que refuerzo de la mentira dominante fomentaron un sindicalismo parlanchín y una ridícula moda contestataria. Los restos del proletariado radical fueron vencidos por segunda vez allí donde creyeron poder rehacerse. La CNT cumplió ese poco glorioso segundo papel que le concedió la historia, pero no recibió la paga de los traidores. El ciclo de la burocracia obrera terminó con la derrota del proletariado asambleario y el copo de la representación espectacular por amarillistas profesionales. Los acuerdos marco y el Estatuto de los Trabajadores proscribieron la solidaridad y las asambleas, eliminando incluso la posibilidad de una acción semiautónoma disimulada tras los comités de empresa, forma de burocracia sindical primeriza e imperfecta. En lo sucesivo no cabría espacio más que para el sindicalismo neovertical de “cocos” y ugetistas. Las escasísimas transgresiones de las reglas que se sucedieron no modificaron el deplorable panorama de la resignación y la sumisión. Como consecuencia de tan tremenda debacle la ideología en todas sus variantes quedó de nuevo en entredicho; la memoria se puso en blanco y tanto la reflexión teórica como su praxis hubieron de atravesar un largo desierto –una especie de segundo exilio-- para conectar de nuevo con la realidad y la historia.

Miguel Amorós

Charla en Compostela, jornadas alternativas a Feira do Libro, 25 de octubre de 2008.