lunes, 21 de febrero de 2011

Las interzonas anarquistas x Colectivo de Trabajadores Culturales "La Felguera"


Introducción

"El enigma no existe. Si una pregunta puede siquiera formularse,
también puede responderse."


Ludwig Wittgenstein

En todas partes, aunque al mismo tiempo en ninguna, se repite y constata la "actualidad del anarquismo". Los anarquistas parecen estar en todos lados. Se habla de su superioridad numérica, pero también se señala su inoperancia e ineficacia sobre el terreno a la hora de exponer posturas radicales. Sin embargo, al menos en el Estado español, la inexistencia de una oposición real en la calle que contribuya a expresar y organizar el actual malestar es un hecho que cualquiera puede constatar. Sin embargo, una pregunta nos asalta: ¿Dónde están los anarquistas? TS Eliot parece ser el último que pudo verlos: "¿Quién es el tercero que camina a tu lado? Si cuento, sólo estamos tú y yo juntos, pero si miro hacia delante por el camino blanco / siempre hay otro caminando junto a ti / un encapuchado que se desliza envuelto en un oscuro manto / no sé si es hombre o mujer: pero ¿quién es aquel al otro lado de ti?". A la hora de escribir este poema, Eliot se inspiró en una de las tantas expediciones antárticas, donde se solía decir que el exhausto grupo de exploradores siempre tenía la impresión de que había uno más, una especie de fantasma, que los acompañaba durante el camino (1).

A pesar de esa supuesta actualidad, ese traer al presente se parece más a un ejercicio de diseño e hipotesis, a un juego de guerra, que a una descripción de la realidad. Con frecuencia, sus actividades necesitan de su expresión espectacular, por medio de acciones violentas, para salir a una superficie de la cual, en muchas ocasiones, se encuentra excluído. De manera deliberada han entrado en un complicado sistema de correspondencias donde al mismo tiempo que se critica los medios de comunicación parece necesitarse constantemente de los mismos. Al narrarse las acciones de los anarquistas, éstas parecen engrandecerse, como si se tratase de una información en diferido, donde la mediación amplifica su significancia, que no su significado real. El significado resulta un imposible, porque cada vez más se carece de los medios para difundir un determinado tipo de mensaje y su dificultad conduce a dar por sentado su imposibilidad, mientras que la significancia parece ser suficiente.

La lucha por un espacio dentro de un movimiento de contestación amplio o la urgente necesidad de reivindicarse como "anarquistas" —aunque la semántica no juegue del lado de los oprimidos—, convierten a los anarquistas en tipos generalmente previsibles, militantes del sacrificio e incluso a veces faltos de sentido del humor. Este modo de vida contribuye a una perpetuación del medio anarquista en un entramado de gustos, opiniones, comidas, hábitos, músicas y vestimentas reconocibles. La escasa importancia práctica que, a pesar de sus cualidades objetivas, demuestra el actual anarquismo contrasta con la excesiva importancia que a veces se otorgan a sí mismos los que se llaman "anarquistas".

La historia no perdona ni a sus más enconados críticos. El actual escenario, mirando hacia atrás en un período de diez o veinte años, nos deja un saldo curioso. Alguna de las armas de la contestación surgidas a mediados de los años ochenta y que tenían a Hakim Bey, la difusión en el estado español de lo que se conoció como "guerrilla de la comunicación", la experiencia de Luther Blisset, o la recuperacón espectacular de algunas de las ideas del discurso situacionista, como alguno de sus mejores exponentes, nos indica que nuestra época ya ha girado diez o veinte veces sobre sí misma. Y también nos muestra que no hay segundas partes posibles. La tecnología del propio sistema cuenta con una poderosa estructura de proyección, siempre en clave pasiva, de las ideas de la última o penultima contestación. Aquello que pasa a integrarse en el mismo sistema es un reflejo de la imagen primera. El siguiente escenario de dominación, por tanto, siempre estará integrado por parte de las luchas inmediatas que lo desafiaron. De este modo, podemos llegar a entender que la dominación actual, al menos en nuestras sociedades europeas, pasa inevitablemente por la ilusión de la participación. No se trata de dictaduras más o menos ineficaces, sino sistemas democráticos en los que, en cierta medida, la policía ha dejado de ser necesaria. El control se ha interiorizado de tal modo, que en cualquier lugar y momento existen ejemplos para la delación, la denuncia anónima, el chivatazo o la cruda violencias entre iguales. Este reflejo es en sí mismo una forma sofisticada de mentira que se convierte en la mentira suprema de su época.

En algún lugar, un veterano anarquista como Bob Black afirmó que “necesitamos anarquistas libres del estorbo que supone el anarquismo”. Entonces, y sólo entonces, “podremos empezar a plantearnos seriamente el fomento de la anarquía”. Y tenía razón. Los grupos anarquistas, y no sólo aquellos otros grupos que se reparten el escenario de la radicalidad (ciudadanistas, altermundistas…), en muchas ocasiones se han convertido en grupos conservadores, gente que no sabe hacer otra cosa, defensores de una Ideología, tipos perezosos capaces de jugar en ambos lados de la reforma y la revolución, ejemplos de excesos verbales, expertos en compartir procesiones y desplegar toda una propaganda en la que parece que el fianl de los tiempos estuviera cerca.

Este texto es un experimento propositivo, cuyo impulso parte de la confianza en que, a pesar de todo, el futuro pasa por el anarquismo, o al menos por las prácticas esencialmente anarquistas y antiautoritarias. Creemos que el activismo pasa actualmente por una redifinición de la idea de habilidades y la experimentación política, no como proyección de nuevos escenarios, sino como puesta a prueba de todas y cada una de estas armas.

Pese a ello, y para evitar desengaños, las Interzonas Anarquistas no constituyen el intento por estructurar una nueva teoría en medio del desierto, sino que inciden en el complicado plano de las habilidades. Por tanto, tan sólo, si acaso, pueden servir de punto de partida. Su naturaleza, aparte de su concepto base que es la idea de la interzona descrita por William Burroughs, es herencia directa o indirecta de otros conceptos, como las "afinidades selectivas", y tantos otros que el lector atento podrá desentrañar (como, por ejemplo, el urbanismo unitario situacionista o la idea vaga del "pasearse", e incluso el acto gratuito de André Gide).

La interzona como conexión y mapa de subversión.

“Comprender algo es comprender su topografía,
saber cómo trazar su mapa.
Y saber cómo perderse.”

Susan Sontag

En la mayoría de sus obras Burroughs usó una técnica, en principio literaria, llamada “interzona” (2). La “interzona” estaba destinada a construir un relato que resultaba aparentemente caótico, pero que en realidad encerraba un orden oculto y coherente. A un nivel general, la interzona de Burroughs comenzaba como cualquier otro relato. También poseía un final, pero justo en medio las escenas iban y venían; nuevos personajes entraban en ese espacio de acción que era la interzona, a modo de lugar ideal para que sucedieran cosas, a través de las llamadas “intersecciones”. El gran descubrimiento que supone la interzona de Burroughs fue la creación de territorios intersticiales. El relato se distribuía en un sinfín de fuentes, referencias y desplazamientos temporales. La interzona permitía crear nuevas historias y secuencias, dotando a la totalidad de una armonía. A pesar de que el relato pareciera un rompecabezas inexcrutable, éste poseía su propia armonía y dinámicas, por lo que constituía una manera de organizar el caos.

En la interzona de Burroughs los personajes eran capaces de ir y venir, creando contradicciones aparentes. Se trataba de personajes peculiares, cuya principal cualidad era su constante capacidad de improvisación. Dentro de la interzona los personajes se convertían en partisanos: "Hay partisanos por todo el mundo. El partisano es simplemente el individuo perfectamente consciente de la existencia del enemigo y de sus métodos operacionales, y que está dispuesto a ponerlo todo en juego para com­batirlo." El propio Burroughs, refiriéndose a uno de sus primeros libros que hicieron uso de esta técnica, afirmaba que “puedes meterte en El almuerzo desnudo en cualquier punto de intersección […] Es una heliografía, un Manual de Bricolaje…”.

La interzona de Burroughs pronto contó con nuevas aplicaciones, especialmente en el terreno del ciberpunk o de la ciencia ficción moderna, y más concretamente en autores como William Gibson o Bruce Sterling. En cierta medida, este tipo de literatura planteaba estructuras y relatos barrocos y laberínticos en donde todo era posible. Existía un sinfín de puntos de partida, pero un solo final (3). En medio se establecía una apertura literaria con capacidades ilimitadas para entrar y salir a través de ella. De alguna manera podía resumirse en un "no hay un donde allí." (4). Existe un diálogo en una obra de William Gibson (5) que conecta la idea que pretendemos compartir cuando hablamos de "interzona":

“—No decidimos nada. Te lo he dicho ya.

—Bueno, pero por alguna razón sucedió.

—Las cosas pasan. Pasó esa noche. Sin señales, sin líder, sin arquitectos. Tú crees que fue política. Pero eso ya no se baila, muchacho.

—Pero usted dijo que la gente estaba "preparada".

—Pero no para nada en particular. Eso es lo que no pareces entender. De acuerdo, el puente estaba allí, pero no he dicho que estuviese esperándonos. ¿Ves la diferencia?”

Este diálogo y lo que hasta el momento hemos abordado en torno a la "interzona", conlleva, necesariamente, un problema que ya a buen seguro habrás intuido: el problema de la organización o el como articular esta falta de plan presestablecido con la manera de organizarse. Por esta razón, debemos en primer lugar remitirnos, una vez desveladas las fuentes teóricas más contemporáneas, a su naturaleza primera y las diferencias existentes entre la Interzona Anarquista y los llamados "grupos de afinidad", o también otras experiencias que pudieran tener alguna similitud como la llamada "Zona Temporalmente Autónoma" de Hakim Bey.

Defintivamente, se trata de un Manual de Bricolaje.

Las Interzonas Anarquistas y los grupos de afinidad.

La expresión "grupos de afinidad" puede resultar contradictoria. Según Sebastián Faure, la palabra afinidad "expresa la tendencia que induce a los hombres a agruparse sobre la base de una analogía en los gustos, de una similitud de temperamente e ideas" (6). Sin entrar a valorar la existencia previa de "grupos de afinidad", y que podría partir de la Comuna de 1871, el "grupo de afinidad" moderno lo terminó de definir y concretar el anarquista americano Murray Bookchin, quien afirmó que había tomado su idea a partir de los grupos de afinidad surgidos en el ambiente faísta durante la revolución española. Según Bookchin, el “grupo de afinidad” consistía en "un nuevo tipo de familia amplia, en la cual los vínculos de parentesco se han sustituído por relaciones humanas de profunda simpatía, alimentados de algunas ideas y de una práctica revolucionaria común" (7). La definición de Bookchin estaba muy influenciada por la su época, concretamente por un escenario de utopismo radical surgido desde la contracultura y la nueva izquierda a mediados de los años sesenta (comunas, cooperativas, grupos radicales urbanos, etc). Esta sensibilidad de Bookchin conectó, gracias a las regulares reuniones que se sucedían en su piso de Nueva York, con los mejores cuadros del nuevo movimiento revolucionario, no sólo americano, sino mundial. Durante el tiempo en que Bookchin abrió su casa a los radicales, por allí pasaron miembros del Zengakuren japonés, situacionistas, yippies o anarquistas. El barrio del Lower East Side, donde se encontraba la casa de Bookchin, estaba entonces viviendo unabelle epoque activista. Existía una rica actividad disidente fomentada por los beatniks y la nueva contracultura, así como también gozaba de cierta actividad la Federación de Anarquistas de Nueva York. Además, Bookchin era una persona de perfil abierto y conciliador que durante su juventud había pasado de la militancia marxista al movimiento libertario y por ello pudo aglutinar a un heterodoxo grupo de militantes y pensadores.

Entre los asistentes a aquel grupo de discusión, estaba un hombre llamado Ben Morea, quien entonces (alrededor de 1966/1967) era el editor de una revista anarquista, inspirada en el dadaísmo y el surrealismo, llamada Black Mask. La publicación muy pronto contó con un pequeño grupo de seguidores muy activos que comenzaron a ser muy conocidos por sus acciones directas (8). La primera acción del grupo se produjo en octubre de 1966 cuando repartieron centenares de flyers en los que anunciaban que tenían intención de “cerrar” el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Persuadido por la publicidad de la acción, el director llamó a la policía y cuando llegaron los miembros y simpatizantes de Black Mask, acompañados de un puñado de hippies, pandilleros y anarquistas, se encontraron el museo cerrado y rodeado por una fornida barrera policial. Se habían confirmado sus intuiciones. Aquel extraño y potente estilo fue tomando en sus siguientes acciones un cuerpo propio, sagaz y sorprendente, al mismo tiempo que ahondó en la crítica ya emprendida (“El arte se ha convertido en otra herramienta del imperialismo”, dirían en Black Mask #2). Morea, tomando estas premisas básicas acerca del "grupo de afinidad", tal y como lo había definidio su amigo Bookchin, lo puso en práctica y terminó por dotarlo de un nuevo aspecto: el elemento callejero y urbano, nada más y nada menos que la pandilla callejera, profundamente revolucionaria, como célula subversiva. Un par de años después, en torno a 1968 y tras una decena de números publicados, Black Mask anunció que la revista dejaba de existir. Morea y los suyos estaban metidos en problemas legales, hostigados y perseguidos por la policía. Black Mask desapareció, Up Against the Wall, Motherfuckers! o los Motherfuckers, como comunmente se les conoció, habían surgido.

Los Motherfuckers no fueron una organización política, ni tampoco una comuna. A partir de su forma nómada de organizarse y de sumar apoyos entre los sectores del lumpen, de las pandillas callejeras y de la disidencia artística, es decir, entre toda una amplia y heterodoxa escena maldita en las antípodas de la militancia formal, forjaron la célebre idea de ser “una banda callejera con análisis político”. De este modo, un motherfucker era todo aquel que gastaba su tiempo en las actividades que el grupo proponía, que compartía todo o parte de su ideario y que, sobre todo, estaba dispuesto a dejarse deslizar hacia otra cosa distinta, profundamente distante de otros grupos contemporáneos. Resulta complicado determinar el número de personas que pasaron por las filas de los Motherfuckers. Hubo gente que iba y venía, que participaba en alguna acción puntual, pero que luego desaparecía. Existía, por supuesto, un grupo estable de motherfuckers que no superaba la decena de personas, pero sus afinidades y contactos con otros grupos y simpatizantes logró dotarlos de una gran capacidad organizativa.

Bookchin proporcionó las primeras pistas, pero Morea terminó por llevar la idea del grupo de afinidad al activismo en la metropoli. Lo realmente importante de este tipo de grupos de afinidad al estilo motherfucker, es que se asemejan mucho a las bandas urbanas. En cierta medida, si eliminamos todas esas prácticas de autoritarismo, sexismo y hegemonía que fácilmente podemos ver en el seno de la mayoría de las bandas urbanas actuales, nos quedan grupos de afinidad fuertemente cohesionados. Por tanto, la manera de actuar, de crear comunidad, entre los grupos de afinidad de la interzona es una reinterpretación de las bandas surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, pero en un momento presente en que necesitamos estructuras informales y cambiantes, móviles y con gran capacidad de improvisación.

Las Interzonas Anarquistas están más cerca de una de las precisiones que hizo Bookchin acerca de los grupos de afinidad. De esta manera, los grupos de afinidad "pueden también crear comités de acción temporales (como los estudiantes y los obreros franceses en 1968), que coordinen tareas precisas". Este carácter puntual y efímero define a la Interzona Anarquista como un "comité de acción" que comparte plenamente la idea expresada por Faure a propósito de los "grupos de afinidad": "Los hombres que pertenecen a la misma clase, que se sienten necesariamente cercanos por una comunidad de intereses, en los cuales las mismas humillaciones, las mismas privaciones, las mismas necesidades, las mismas aspiraciones, plasman, poco a poco, un temperamento y una mentalidad más o menos idénticas; cuya existencia cotidiana está hecha de la misma servidumbre y de la misma opresión; y cuyos sueños, cada día más precisos, terminan en el mismo ideal; que deben luchar contra los mismos enemigos, que son torturados por los mismo carniceros, que se ven todos sojuzgados por la ley de los mismos patrones y todos víctimas de la rapacidad de los mismos. Estos hombres se ven inducidos, gradualmente, a pensar, a sentir, a querer, a actuar en conjunto y solidiariamente, a cumplir las mismas tareas, a asumir idéntica responsabilidad, a conducir la misma batalla" (9).

Aquellos que deseen organizarse a patir de una Interzona Anarquista ya saben lo suficiente: la acción, para existir, necesita aventurarse, en medio del intento por la realización de aquello que ya Marx definió como una “revolución radical” y que tan sólo “puede ser una revolución de necesidades radicales” (10). Pero también son tipos que aman la aventura. Carecen de brújula. A la pregunta de por qué han decidido juntarse en comités de acción temporales, la respuesta es sencilla: la necesidad de un cambio radical para hacer realidad los deseos radicales. El final de esta interzona ya lo sabemos: los deseos radicales realizados, es decir, la sociedad sin clases.

Por ello, la Interzona Anarquista supone considerar la estretagia anarquista como un manual de bricolaje, pero no como método o planificación.

Se entra y se sale de la interzona como se quiera y cuando se quiera.

La Interzona Anarquista como Manual de Bricolaje.


Evidentemente, una Interzona Anarquista no puede competir con toda una maquinaría dedicada al control y la obediencia, pero es posible pensar que se puede actuar en coordinación con un sinfín de otras Interzonas Anarquistas para amplificar sus efectos. Cada Interzona Anarquista puede tener sus propios objetivos o centrarse en determinadas áreas de acción (tecnología, urbanismo, la lucha de los sin papeles, etc.), pero su fuerza no está en su aislamiento sino en la multiplicación de actos radicales. La sucesión de actos radicales, como táctica revolucionaria, es la estrategia de las Interzonas Anarquistas, es decir, cientos de Interzonas Anarquistas multiplicando sus acciones radicales. Creemos que las revoluciones que vendrán serán el resultado de estos mismo, sobre todo porque el poder se encuentra concentrado y puesto que, a efectos prácticos, ningún sistema soporta ataques continuados desde múltiples direcciones.

El único campo de operaciones se extiende sobre el presente, porque, como dijo Spender, el futuro "es como una enterrada bomba de relojería que hace tic-tac en el presente" (11). Esto, aunque pudiera parecer lo contrario, no se refleja en los rebeldes, quienes consideran una traición bien a sí mismos o a su programa político renunciar a que en cada ocasión que se tercie se defina la sociedad sin clases que, aseguran, ya alumbra el camino. Estos discursos siempre se realizan en abstracto, tomando todos aquellos recursos literarios propios de las novelas románticas en las que siempre existe un final feliz para el desconsolado. Los discursos, expuestos en panfletos y octavillas cada vez más previsibles, se construyen siguiendo un desarrollo marcado por la literatura barata y de masas. Así, primero se plantea un problema, acusando a ciertos grupos o individuos que, según esta literatura de vanguardia, son los culpables de que aún hoy no se haya conseguido alcanzar la sociedad comunista, para seguidamente plantear una serie de propuestas casi siempre desapegadas de la realidad. El discurso concluye de una forma tramposa, porque elude la inoperancia de quien suscribe, cargando las tintas sobre un tercero y planteando un objetivo tan "radical" como inalcanzable hoy, que convierte casi por arte de magia a estos literatos en los más irreductibles. Se comienza jugando sobre hipótesis y al final la hipótesis define al grupo. Están en otro lugar, aunque sospechamos que están al mismo tiempo en ningún lugar.

También es frecuente encontrarse con otro tipo de rebelde, aquel que rechaza cualquier iniciativa o intento de trabajar sobre el terreno. La protesta al uso ya no le interesa, pero tampoco otro tipo de protesta que no sea la de escribir literatura de agitación sobre cualquier tema que se tercie, o compartir un ocio alternativo. Se siente por encima del bien y del mal, pero su ubicación estratosférica es tan sólo una coartada para su propia inoperancia. Todos estos tipos de rebeldes son escritores negros. Vanguardias que creyendo situarse en las primeras filas de una contestación que dicen anhelar están asentados en la retaguardia. Son perversiones, señuelos propios de este peor de los escenarios para la contestación donde la rebelión se expresa a través de ventriloquias de diverso cuño. Todo esto no puede conducir más que a una producción militante de literatura de estilo, que bien podría ser escrita por algún perfecto tonto pero, al mismo tiempo, capaz de memorizar todos los recursos estilísticos del género, cuya única actividad es cada cierto tiempo aparecer para repartir el previsible panfleto, hacer una acción (y, por supuesto, testimoniarla luego en internet, último y definitivo foro para voyeurs, snobs y lameculos, porque los héroes anónimos todos sabemos que no gozan de réditos) y luego… desaparecer... hasta la próxima revuelta. Sin embargo, como esta actividad no implica ningún esfuerzo, sino casi siempre una buena dosis de testosterona y militantismo, estos grupos van y vienen, pareciendo estar en todo y al mismo tiempo en ningún sitio. Sólo engañan a los recién llegados, a quienes entran en la escena radical para hacer terapia personal o aquellos otros, también muy numerosos, que acuden al asambleísmo para gozar de intrigas amorosas.

Los grupos de afinidad, tal y como los hemos entendido hasta hoy, partían de la idea de que necesariamente debía de tratarse de pequeños grupos, por cuestiones de "operatividad", aunque también de cierto secretismo. La "operatividad" tiene que ver con la toma de decisiones, ya que se parte de la idea, quizás errónea, que cuanto más pequeño es un grupo más fácil es alcanzar acuerdos. Se busca una identidad en opiniones, trabajando bajo la idea de asociarse con "iguales", con lo que el grupo se convierte en algo cerrado, hermético y autoreferencial. Una Interzona Anarquista, aún compartiendo parte de la naturaleza del grupo de afinidad, no está limitada por el número de participantes (pueden ser 3 o 4 personas, ¡pero también 3.000!).

Las Interzonas Anarquistas también podrían buscar la suma de grupos autónomos para acciones concretas, es decir, podrían crearse estructuras mínimas de coordinación entre las distintas interzonas. Como ya hemos señalado, una vez asumidos esos acuerdos de mínimos, los participantes en la interzona entrarían en cualquier punto de la intersección y saldrían o permanecerían en sus limites cuando lo deseasen (juntarse cuando ya el trabajo esta comenzado, ayudar para una acción concreta, ofrecer reflexiones o cualquier otra cosa). Las alianzas con los otros grupos tendrían la misma perdurabilidad que los acuerdos para crear el grupo de afinidad, pero resulta evidente que es necesaria y precisa esa coordinación.

Es sabido por todos aquellos que hemos participado en grupos de afinidad, que las relaciones personales entre los miembros están muchas veces presididas por discusiones interminables que a veces esconden intrigas y enfrentamientos personales. Estas situaciones, si no se solucionan, acaban por cortocircuitar y envenenar la vida del grupo. La asamblea se transforma en una extensión de la vida privada. Ese microcosmos se traslada sucesivamente del trabajo o el hogar a la asamblea. Lo efímero de las Interzonas Anarquistas (esos "comités temporales") impide estas situaciones, o al menos las limita en lo posible.

Esta miserabilidad del medio anarquista tan sólo puede generar monstruos ideológicos, decorados de cartón piedra o ejercicios de estilo. El eslógan es resultado de esto último. El hecho de que los eslóganes se multipliquen por doquier indica la ausencia de una teoría revolucionaria eficaz y contagiosa. Es cierto que el eslógan puede expresar, de forma concentrada y siempre reducida, un determinado estado de alarma, pero desde que surge resulta insuficiente sino logra servir como amplificador y multiplicador de la protesta. Pero, por otro lado, el eslogan, como subproducto discursivo generalmente en manos de la tecnología de la comunicación, es una herramienta de fácil uso para aquellos que empiezan a quemarse los dedos con la idea de destruir la sociedad de clases. El eslogan complementa un movimiento de ataque, llegando incluso a impulsarlo y surgiendo espontáneamente, pero cualquier rebelde debería ser consciente de las limitaciones del agit-prop: crea la ilusión de una contestación generalizada cuando lo que hace es vender humo. Su uso, consciente y deliberado, tan sólo puede servir como una táctica más de propaganda, pero tras una primera impresión, generalmente eufórica y optimista, el eslogan decae en la abstracción. Su engaño dura un instante, tras lo cual se debe haber sustituido por la realización sobre el terreno de lo que su mensaje contenía.

Hemos hablado de subproducto y creemos no equivocarnos cuando afirmamos que, al igual que en la producción de imágenes en la sociedad actual, en el medio radical la copia se intenta pasar como mejor y más veraz que su original. La gente ha desarrollado una increíble tendencia a cultivar el panfleto y la octavilla, pero lo que tiene de virtud el panfleto (inmediatez y agitación) es también su defecto. El panfleto y la colonización de este medio en las regulares ferias del libro anarquistas de los últimos años, son un síntoma más profundo que tiene mucho que ver con la manera en que se difunde el mensaje en la sociedad de consumo. Los periódicos gratuitos o las pantallas de televisión instaladas en el metro son otro ejemplo de la información convertida en propaganda. En este caso, se opera igual. El rebelde se escuda en una falsa coartada: al menos se leen panfletos, dice. En los ándenes del metro también se dice lo mismo: la gente al menos lee esos telegramas informativos, generalmente en manos de corporaciones que defienden intereses partidistas. Se suele decir que todo esto de los libros pertenece al terreno de los intelectuales y la falta de acción, para entregarse a la nada aunque se disfraze de acciones cada cierto tiempo que operan como rituales de militancia. Este fenómeno es hoy un subproducto de la práctica revolucionaria, cuya capacidad estriba en citar a Marx muy de vez en cuando, pero obviando que Marx se pasó media vida con la nariz metida entre los libros. Una anécdota contada por Liebknecht señala que en torno a 1848, cuando las revoluciones sacudían media Europa, tanto él como Marx "nos sentábamos en el British Museum y nos esforzábamos en prepararnos" (12). Y todo esto nos recuerda la necesidad del esfuerzo, no sólo en el medio radical, sino en la vida misma.

Aquello que las Interzonas Anarquistas persiguen es la construcción de estructuras y discursos autosuficientes, con capacidad para crecer en sus propósitos y en sus integrantes. Creemos que la mejor forma de lograr esto, sin renunciar a los objetivos últimos de cada uno, es el tejer grupos informales o coordinarse a través de redes formadas por la suma de grupos o personas que han puesto en práctica Interzonas Anarquistas. Algunos ya están tratando, aunque a otro nivel, la necesidad de crear redes anarquistas. Sin embargo, estos grupos informales de los que hablamos difieren de los tradicionales grupos de afinidad. Una Interzona Anarquista debería ser la realización sobre el terrenode acuerdos puntuales. Estos grupos, una vez concluida la alianza, desaparecerían, volviendo a surgir bajo otras identidades e integrantes.

Una diferencia fundamental entre los grupos de afinidad y las Interzonas Anarquistas está en que los primeros pueden llevar a cabo una intensa actividad interna, ya sea de reflexión y estudio o de otro tipo, mientras que los segundos son asociaciones eminentemente prácticas, es decir, se basan en la acción exterior. Por tanto, una Interzona Anarquista siempre goza de una vocación pública, pero no por ello busca la publicidad. Las Interzonas Anarquistas, sin necesidad de reconocerse como tales, existen cada día y parten de determinados momentos en que los implicados en un hecho concreto se asocian, muchas veces sin un pacto previo, y se unen con unos fines radicales que persiguen la realización de sus deseos. Por eso, es posible que diariamente se sucedan Interzonas Anarquistas en tu barrio. Y que tú ni te hayas enterado.

El espejismo de los grupos de afinidad

Los actuales grupos de afinidad están más cerca de organizaciones informales de diverso tipo, haciendo de sustitutos de las tradicionales organizaciones. En este sentido, resulta importante indicar que se otorga una prioridad a la existencia de una afinidad (política e incluso personal), al mismo tiempo que a la realidad de su existencia (un grupo), que a su carácter temporal. Con ello el grupo de afinidad está abocado a servir de sustituto a las viejas organizaciones. En el fondo, el peligro está en la sutitución de una vieja idea por una nueva, de una estructura que se tilda de obsoleta (y ciertamente lo está) por la pretendida novedad de los grupos de afinidad. Pero nada más. A la larga, los grupos de afinidad se convierten en los sustitutos de los viejos grupos, en micropartidos defensores de la Ideología, diferenciándose únicamente por una debilidad en los compromisos por parte de sus miembros. La proliferación de estos grupos de afinidad produce obligatoriamente una pobreza y miserabilidad en las actividades políticas, un refuerzo del liderazgo interno y una sumisión de la mayoría de sus miembros a las decisiones de unos pocos e incluso de uno sólo. Es decir, rechazan el anonimato y la invisibilidad y se conducen por una "cohesión voluntaria, una asociación querida, un grupo de libre elección", siguiendo a Faure.

La Interzona Anarquista carece de centro y de mando. Es un territorio donde no se reproduce la Ideología, un simple campamento base, o si se prefiere un laboratorio. Pretende ofrecer un modelo de acción común que respeta la autonomía de los distintos grupos de afinidad o de las bandas, pero, al mismo tiempo, impulsa el trabajo en común, la coordinación y el encuentro. Su noción de espacio común no es virtual sino real. Otorga la libertad perdida como consecuencia de que los grupos se han supeditado a la Ideología. Por eso, es un simple programa de mínimos, el resto es lo más abierto posible. Por esta razón, la acción se desarrolla en sus intersecciones, aquellos lugares y puntos sobre los que los grupos actúan, y allí donde cada cual entra y sale según lo desee. El repensar la interzona evita la miseria de considerar el espacio como un fin. Su solidez es una actitud o un estado mental, pero no un centro social ni un proyecto físico, necesariamente.

Otra diferencia fundamental de la Interzona Anarquista reside en su campo de actuación. El campo de actuación de los grupos de afinidad actuando y dialogando en la interzona no es el militantismo, sino el espacio de la vida cotidiana. Las luchas hoy pasan por la crítica radical, no sólo a la mercancía como tal, sino sobre todo a la mercantilización de la vida cotidiana. Si existe un momento del día en que esta crítica puede intensificarse y mostrarse cómo es dentro de las ciudades, no es en el momento del ocio, ni tampoco en el instante de las asambleas a media tarde, sino en el metro a las ocho de la mañana, paradigma de la alienación moderna. En este sentido, en Madrid un buen ejemplo de todo esto fue la lucha contra la implantación de los parquímetros en ciertos barrios o los distintos motines espontáneos sucedidos en el interior del metro. Ya en su día, el Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera distribuyó un panfleto titulado “Motines que hacen estallar un tren o trenes que estallan en un motín. Nechaev visitó Madrid”, y que decía lo siguiente: “[…] Las imágenes que nos conducen hacia una obligatoria vida en la escasez de estímulos positivos y de sensaciones que defiendan nuestro derecho a ser libres encuentran su mejor escenario entre el traqueteo del metro –lugar forzoso de encuentro de los indiciduos en tránsito hacia la esclavitud asalariada- y que reafirma esa saturación de imposiciones […] la chusma ha comenzado a ser consciente de que ya nunca podrá ser feliz. Ha asumido que su mayor aspiración vital pasa por una vida fragmentada, separada y de supervivencia. Ha renunciado a ser feliz, porque ya tan sólo puede pretender sentirse contenta."

No vamos aquí a enumerar todas y cada una de las luchas y de los escenarios en que las Interzonas Anarquistas pueden actuar. Damos por supuesto que se trata de una lista tan abierta como sea posible, porque, en un principio, no hay acontecimiento que no pueda ser tratado desde su radicalidad. Sin embargo, creemos que son las luchas que genera el desarrollismo la punta de lanza del resto de luchas. En la realidad de Madrid, la Cañada Real constituye un epicentro de discursos que inciden en que el capital y su expansión genera monstruos. ¿Por qué los rebeldes no están en la lucha de la Cañada Real? Con frecuencia, se dice de una forma ciertamente despreciativa que los habitantes de la Cañada son reformistas porque lo que desean es integrarse en el sistema, pero con ello se niega, al igual que en la revuelta de las banlieus francesas, las perspectivas a medio y largo plazo de una crisis de la representatitividad que suponen estos problemas con respecto a la gente y el poder. Son terrenos en los que los partidos políticos difícilmente puede incidir porque muestran maneras informales y a veces salvajes de expresarse, pero eso las hace más interesantes aún. Creemos que uno de los elementos más importantes en este tipo de luchas es la ausencia de negociadores legítimos. El diálogo se produce entre los que luchan o entre las distintas capas sociales, pero la lucha no se plantea como una diálogo desde la radicalidad con el poder.

Las Interzonas Anarquistas se expresan desde su invisibilidad. Esta invisibilidad supone carecer de centro de mando, al mismo tiempo que impide la especialización de los rebeldes y el evitar que los periodistas hagan periodismo. Con respecto a esto último, nos referimos a un fenómeno habitual entre los periodistas y servicios policiales que necesitan definir a un determinado grupo bajo un nombre que resulte reconocible. La experiencia nos dice que desde que algo se nombra entra en el terreno de lo conocido. El grupo debe estar preparado para torcer el rumbo sin previo aviso, lo que casi nunca sucede. Si ese "algo" que se nombra es un grupo radical se convierte automáticamente en identificable y, por tanto, también en controlable. La invisibilidad despierta ese saber adelantarse que resulta fundamental para no caer en la especialización de la actividad radical. Pese a ello, somos conscientes de que bajo la excusa de una supuesta invisibilidad esos grupos que se autodenominan "Comités Invisibles" (por poner un ejemplo, refiriéndonos en concreto al caso de Tiqqun), finalmente se convierten en perfectamente visibles y controlables, tal y como los acontecimientos de los últimos años han puesto en evidencia. Se trata de jugar en dos bandos, predicando una supuesta invisibilidad y al mismo tiempo teniendo un nombre y unas identidades fácilmente identificables, algo que consideramos un error.

El carácter cambiante de las Interzonas Anarquistas favorece la no especialización del activista, que ve en la experiencia pasada un inmenso y rico manual de bricolaje. Para aquellos que centran todo su discurso en la violencia, tan sólo podemos reafirmarnos en la idea expresada por Hannah Arendt, que acertadamente afirmó que "la violencia no promueve causas, ni la historia ni la revolución, ni el progreso ni la reacción, pero puede servir para dramatizar agravios y llevarlos a la atención pública" (13). Las Interzonas Anarquistas comparten un interés por evitar la profesionalización, especialmente en la violencia. De este modo, y como ya hemos señalado, sus miembros están capacitados para diversas tareas y para adoptar, según la situación lo exija, diferentes tácticas. No resulta extraño que en algún momento, como táctica puntual, incluso puedan fomentar el contrasentido dadaísta o la deliberada confusión. Pero esta postura, precisamente por lo señalado ya antes, para evitar su especialización y su perversión en esteticismo, debe desaparecer tan pronto como se espere su repetición.

Una interzona, por definición, es un desorden aparente. Ese desorden aparente, lejos de ser un obstáculo, es un elemento invasor. La Interzona Anarquista contribuye a no reproducir la Ideología porque quiere destruir el código. Juega y se hace fuerte en su deliberada ambigüedad, en la cual un escritor (como Burroughs, por ejemplo) se convierte en un líder guerrillero pero donde, al mismo tiempo, el líder guerrillero también es capaz de escribir brillantemente o de quemarse los dedos con todo tipo de actividades.

Todo este trabajo negativo y destructivo que queda por hacer reside en organizar este aparente caos, es decir, en sacar el máximo rendimiento posible al desorden.

No existen recetas mágicas. Tampoco se trata de un ejercicio sencillo. Hace falta esfuerzo y generosidad. Si la habilidad de esta época es la de reinvertarse a sí misma, vistiendo en numerosas ocasiones viejas ropas, las Interzonas Anarquistas ponen a prueba nuestra estado de alarma y, por supuesto, nuestra habilidad.

Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera,

Febrero de 2011.

Notas:

(1) TS Eliot, La Tierra Baldía, "Lo que dijo el trueno". Alianza 1978, pag. 91.

(2) Existen muchos ejemplos de obras en las que Burroughs haya hecho uso de su idea de "interzona". Sin embargo, comenzó a desarrollarla en la época en que trabajaba en torno a El almuerzo desnudo. Nova Express o La Máquina Blanda, entre otras, también deben su estructura a la "interzona".

(3) Un magnífico texto en torno a la idea de "laberinto" es el de Jakue Pascual y Alberto Peñalba, El laberinto como frontera en la ciencia ficción de William Gibson, y que puede consultarse en internet:http://anarkherria.com/orriak/Gibson.html.

(4) William Gibson, Monalisa acelerada, Minotauro, 1992, pag. 60.

(5) William Gibson, Luz virtual. Minotauro, 1994, pag. 104.

(6) Enciclopedia Anarquica, citado por L.M.V (Interrogatios), "Los grupos de afinidad", pag. 44-47,Bicicleta num. 11, 1977.

(7) La definición de Bookchin sobre los “grupos de afinidad” también puede leerse en el artículo de L.M.V (Interrogatios), "Los grupos de afinidad", pag. 44-47, Bicicleta num. 11, 1977.

(8) Para un estudio más completo de la historia y trayectoria de Black Mask/Motherfuckers, verMotherfuckers! de los veranos del amor al amor armado (La Felguera Editores, 2009).

(9) Citado por L.M.V (Interrogatios), "Los grupos de afinidad", pag. 44-47, Bicicleta num. 11, 1977.

(10) Karl Marx, Los anales franco-alemanes.

(11) Stephen Spender, The Year of the Young Rebels, 1969.

(12) Barrows Dunham, Héroes y herejes a partir del renacimiento, Libro de Enlace, 1969, pag 177.

(13) Hannah Arendt, Sobre la violencia. Alianza, 2005.

jueves, 17 de febrero de 2011

Las siete virtudes del amor libre x Thierry Lodé


Tenemos que hablar del amor, de los triunfos del amor. El amor libre es una exigencia libertaria que se opone pronto a los matrimonios arreglados o al corsé estatista de un contrato que encierra a la mujer como si fuera una propiedad del hombre. Sacudiéndose la tiranía de un patriarcado establecido sobre el dominio de las mujeres, la cuestión del amor libre sigue siendo el proyecto de la libertad de amar. Porque el amor libre es ante todo una crítica de la exclusión.

Evidentemente, algunos pueden creer que el amor libre está perfectamente introducido en las costumbres de una liberación sexual anunciada. Porque así es en las ideas libertarias, y su fuerza original se infiltra por aquí y por allá poco a poco, muchas veces sin premeditación. De la camaradería amorosa y revolucionaria elaborada por Émile Armand a la vida aislada de los solteros, el camino de la igualdad de los sexos no parece sin embargo tan fácil. Aquí reside el combate cotidiano contra las exclusiones.

La primera conquista del amor libre ha sido aclarar la diferencia entre reproducción y sexualidad. Porque explotando esta diferencia se ha fabricado la desigualdad, una desigualdad obscena que ha permitido encerrar a las mujeres en la estrecha obligación de la reproducción. La sexualidad no se resuelve con la reproducción y existen todas las conductas en la naturaleza. Si la viviparidad humana tiene sus obligaciones, ya no es posible alegar esas dificultades para establecer, con pleno derecho, la desigualdad. El deseo del niño no está negado por la sexualidad libre. Y no es menos cierto que si la reproducción supone un compromiso amoroso, éste puede estar fundado en un consentimiento libre. Cuando se instituye realmente como una alienación del individuo, el contrato que hace rígido el matrimonio pretende a veces presentarse como un medio de protección del débil, presuponiendo la incapacidad de responsabilidad en los protagonistas. Al negar la humanidad misma de los individuos, el contrato matrimonial se convierte rápidamente en una póliza de costumbres, prohibiendo la homosexualidad y otras formas amorosas, inscribiendo la exclusividad de la relación amorosa en beneficio del control de la crianza de la progenitura.

Biológicamente, el ser humano se coloca entre el bonobo y el gorila. Si del bonobo tiene una cierta reivindicación de la pluralidad de las conductas sexuales, con el gorila comparte la exogamia de las féminas. En el gorila, en efecto, las hembras son apartadas del grupo de pertenencia. El pachá reina solo en un harén de hembras procedentes de intercambios con otros grupos. Encontramos algo así como la concepción de la comunidad de mujeres desarrollada por Carpócrates y el comunismo primitivo de los agnósticos libertinos. Entre los humanos, las mujeres salen del grupo y [en muchos países] el cambio de nombre de soltera a nombre de mujer casada establece esa ruptura. Pero el humano no siempre exhibe poligamia. Los múltiples grupos humanos, desde los papúes a los indios, llevan a cabo a menudo una estructura comunitaria. La pareja exclusivamente monógama es progresivamente construida a lo largo de la Edad Media, y se impone singularmente durante la transformación industrial del siglo XIX. Le sucede la pareja, cuya soledad molesta a la sociedad. No obstante, al emanciparse de la obligación de reproducirse, la sexualidad lleva a los individuos a descubrirse los unos a los otros, a sentirse y a comprenderse. Así es como los bonobos utilizan la sexualidad para evitar que surjan conflictos.

El segundo éxito del amor libre es haber eliminado la coraza de las fábulas religiosas. El rechazo de la bendición no sólo se ha opuesto a la injerencia religiosa en los asuntos de las personas, sino que ve el juramento religioso como la negación misma del amor. Al romper las cadenas que imponen las iglesias, el amor ha recuperado algo de su candor.

Las religiones monoteístas, al imponer la exclusividad del dios que veneran, reinvindican la exclusión. Su dios no sólo ha ensangrentado una parte del mundo, sino que ha podrido el matrimonio al prohibir la anticoncepción y la libertad. Han sido necesarias las leyes republicanas sobre el divorcio para abrir una brecha en esa eternidad. Al emanciparse de dios, el divorcio ha perturbado enormemente a sus lacayos sectarios. Ha introducido la fractura fundamental que rompe la extensión temporal del juramento. Al introducir la libertad en el seno de la relación humana, el amor libre ha encontrado rápidamente su injerencia atea, estableciendo un abismo definitivo en el aparato cínico de las ceremonias devotas.

El tercer éxito del amor libre consiste en esa ausencia de reducción del otro. El niño ya no es un bastardo. En lugar de perpetrar la ilegítima consecuencia de un concubinato, es un hijo del amor. Es incluso pertinente en la comunidad familiar reconstituida, y todos los niños son reconocidos como iguales. El enamorado no es cornudo, la persona no es infiel. El amor se ha hecho plural, y a la familia propietaria le sucede una comunidad de individuos libres. Esta es la actitud que me lleva a reconocer en el otro al individuo último que construye mi amor. No entra ya en esas categorías humillantes y obscenas contenidas en la institución de la exclusión. Como rechazo a estas disminuciones, el amor libre contiene verdaderamente una idea revolucionaria al privilegiar la autonomía individual.

La cuarta victoria de la exigencia libertaria del amor libre tiene lugar a partir de 1968, con el deseo de autenticidad, el rechazo de la exclusividad en las relaciones y una voluntad de transformación de las culturas cotidianas. Esta reivindicación de la autenticidad de los amores ha sido caricaturizada a menudo como una mera sucesión de relaciones múltiples y superficiales. La sexualidad exclusiva (monogamia exclusiva, homosexualidad exclusiva, poligamia) no existe en la naturaleza, la única norma es la diversidad en el comportamiento sexual. Sin embargo, la liberación de las actividades sexuales puede agotarse en su propia contradicción, llevando de la autonomía aparente de las personas a la soledad desigual del aislamiento en el mundo mercantil. El amor libre no se reduce al sexo liberado ni a la promiscuidad lujuriosa. Por el contrario, la experiencia libre del otro supone una búsqueda de autenticidad. Cada uno y cada una revelan una persona única, un amor diferente que no puede reclamar ese capricho infantil de la exclusividad. La libertad que constituye nuestra individualidad es primero una exigencia de confianza, de relaciones sin la cárcel de la exclusión.

Porque el sentimiento amoroso es una contrucción paradójica, en la que cada uno tiene su experiencia singular y, no obstante, es compartida por todos. Nos designa como alguien único sobre la tierra al estar enamorados de otra persona única, y sin embargo todos hemos tenido esa experiencia. Muchas veces no hay otras razones que las de uno mismo. ¿Cómo establecer en nombre de esto la increíble perversidad de la exclusión de los otros? El matrimonio instituye esta regla doble de la exclusividad impuesta y de la sospecha inevitable porque el compromisos se considera infinito. Los celos, ese "prejuicio de la propiedad", como decía Armand, envenenan la relación amorosa y sin embargo son valorados en la sociedad mercantil. En esa penitenciaría de costumbres, las dos partes se deben desconfianza. Nosotros, por el contrario, afirmamos que el rechazo de la exclusividad amorosa es una fundamento necesario para el amor libre.

La quinta cualidad del amor libre está contenida en el trastocamiento de la economía doméstica que ha provocado esta exigencia libertaria. El matrimonio instituye la dependencia económica y sexual de las mujeres. La guerra de los sexos ha instaurado el matrimonio en una sujeción femenina a diferentes tareas no retribuidas. La familia presupone compartir de modo desigual las tareas, y la ausencia de remuneración por las actividades particulares. Llevar la casa, rápidamente encargado a las mujeres, constituye una parte de la organización económica curiosamente llevada a cabo con una servidumbre absoluta y sin sueldo. Al subrayar esta disparidad, la reivindicación de igualdad del amor libre ha puesto totalmente en desuso esta servidumbre doméstica y ha establecido las bases de una revolución de la vida cotidiana. Y "los que prefieren la revolución y la lucha de clases sin aludir explícitamente a la vida cotidiana… tienen un cadáver en la boca", como aseguraba Vaneigem.

El sexto mérito del amor libre es reconocer la fuerza legítima del deseo. Clasificados por los devotos en el apartado de las obsesiones, el deseo y el fantasma son desplazados hipócritamente a lo negativo del amor. Para la fuerza pública, la seducción de las mujeres se reduce a su duplicidad, y el deseo de los hombres se limita a la concupiscencia. Se ha instituido incluso el concepto policial de provocación pasiva. Para los funcionarios del Estado, el deseo es algo así como la vergüenza del amor. El fundamento biológico de las atracciones seductoras es perfectamente identificado y al mismo tiempo desaconsejado por el matrimonio. La atracción amorosa es demasiado animal, "un encuentro de salivas" decía Cioran. Lo que da lugar a la atracción de los otros reside también en lo extravagante.

Numerosos animales hacen gestos insólitos para seducir a su compañero. La tendencia a la exageración es un componente fundamental de la biología que permite explicar la exuberancia de los rasgos sexuales entre los animales, como el color en los pájaros, la cola del pavo real o las pinzas del cangrejo de mar. La biología evolutiva muestra que los rasgos artificialmente aumentados pueden incluso superar las estimulaciones simples. El hombre no es indiferente a la exageración de esos rasgos, como muy bien saben los publicistas, que "mejoran" los retratos femeninos para aumentar las ventas de un producto. Si el maquillaje y el tratamiento de imágenes son las últimas mentiras del mundo mercantil, también es cierto que nuestra mente es cada vez más natural. Es probable que la atracción nazca biológicamente de ese estímulo supranormal, un estímulo excesivo que desencadena una atracción más intensa, con la ayuda de ciertas feromonas. En el curso de la evolución biológica, los procesos de selección sexual han aumentado la presencia de esas características extrañas que estimulan el deseo sexual. El deseo nace de lo sensorial y su fundamento es biológico. Incluso las representaciones y dibujos femeninos, incluso las muñecas que usan los niños, todo lo que afecta a la parte baja del cuerpo humano constituye el problema, aunque se disimule con la longitud de las piernas, los ojos grandes, la finura del talle, exagerando todos los rasgos del deseo. Así, la belleza física no sería más que la impresión de un deseo formado por la composición de caracteres exagerados. Entonces es posible interrogarse sobre los determinismos del deseo, la imagen con la que nos quedamos los enamorados prisioneros al reconocer a la vez el dinamismo vivaz que constituye el deseo, y la inercia de sus constituyentes, que pueden también engañarnos. El deseo es un componente fundamental que el amor libre ha rehabilitado.

La séptima fuerza del amor libre reside curiosamente en lo incierto. La única cosa que conoce el enamorado es su propio sentimiento íntimo. Sólo existe una certeza en el amor, mi propia razón. La respuesta del otro se establece en lo desconocido. El deseo que funda el descubrimiento del otro es tan confuso que el sentimiento no desaparece nunca totalmente. El amor se prescribe como una fuerza oculta. Pero lo incierto establece igualmente la verdad del amor, la soledad de su vigor. Porque el amor no está fundado en un derecho. El malentendido no reside sólo en el miedo al engaño, al disimulo. El enamorado no tiene más derecho que el de amar. El drama casi roza la comedia. Entonces, las pruebas del amor serían exigidas como fragmentos de esos juramentos perdidos. Yo no tengo derecho a nada del amor del otro aunque tengo derecho al amor. Aquí la humanidad se construye sin obligaciones ni restricciones. Hay en la incertidumbre una fuerza viva que reconoce intuitivamente la libertad del otro. Es también un pequeño sufrimiento, que descubre a ese individuo irreductible su libertad y su humanidad.

Decididamente, el amor libre instaura a la vez una reconciliación amorosa de las libertades y una exigencia de emancipación social. He aquí todo el sentido crítico de Lucienne Gervais: "Se representa a menudo al amor haciendo burla a los viejos: pues bien, yo veo al amor, libre al fin, haciendo burla a las morales caducas, a los viejos usos y a las viejas costumbres. Veo al amor haciendo burla al viejo mundo".

Referencias:

ARMAND E. 1906 « Les « Colonies » communistes », L’Ere Nouvelle
CIORAN E. 1987 « Précis de décomposition ». Eds Gallimard
GERVAIS L. 1907 « L'amour libre », l'anarchie, n° 111
LODE T. 2006 « La guerre des sexes chez les animaux » Eds O Jacob
VANEIGEM R 1967 « Traité de savoir vivre à l’usage des jeunes générations » Eds Gallimard.
ZAÏKOVSKA S. 1913 « Le féminisme », La Vie anarchiste n°12, 1er mai 1913

martes, 15 de febrero de 2011

La anarquía y la Iglesia x Elisée Reclus

CAPÍTULO I

La conducta que el anarquista ha de observar con respecto al hombre de Iglesia, está de antemano trazada; mientras que curas, frailes y demás detentadores de un pretendido poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, tiene que combatirlos sin tregua, con toda la fuerza de su voluntad, con todos los recursos de su inteligencia y su energía.

Esta lucha no ha de ser un obstáculo para que se guarde el respeto personal y la buena simpatía a cada individuo cristiano, budista, fetichista, etc., etc.

Principiemos por libertarnos, trabajemos en seguida por la libertad de nuestro antagonista.

Lo que se debe temer de la Iglesia y de todas las Iglesias, nos lo dice clarísimamente la historia, y no hay excusa acerca de este punto; todo error o mala interpretación, es inaceptable; más aún, es imposible. Somos aborrecidos, execrados, malditos, démonos condenados a los tormentos del infierno, lo que para nosotros no tiene sentido, y, lo que es indudablemente peor, somos señalados a la vindicta de las leyes temporales, a la venganza particular de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los atormentadores que el Santo Oficio, viviente todavía, mantiene en los calabozos. El lenguaje oficial de los papas, formulado en sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «insensatos y diabólicos innovadores, los orgullosos discípulos de una pretendida ciencia, las personas delirantes que piden la libertad de conciencia, los que desprecian todas las cosas sagradas, los aborrecibles corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la iniquidad». Anatemas y maldiciones dirigidos de preferencia a los hombres revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.

Muy bien; lógico es que los que se llaman y se tienen por consagrados al absoluto dominio del género humano, creyéndose poseedores de las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su aborrecimiento contra los réprobos, que niegan sus derechos al poder y condenan las manifestaciones todas del poder ese. «¡Exterminio! ¡Exterminio!» Tal es, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III, la divisa de la Iglesia.

Oponemos, a la intransigencia de los católicos, idéntica intransigencia, más como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como taumaturgos y verdugos.

Rechazamos terminantemente la doctrina católica, de igual modo que la de todas las religiones afines; luchamos contra sus instituciones y sus obras; nos proponemos desvanecer los efectos de todos sus actos.

Pero sin odio de sus personas, porque sabemos que todos los hombres se determinan por el medio en que sus madres y la sociedad los colocaran; no ignoramos que otra educación y otras circunstancias menos favorables habrían podido embrutecernos también, y lo que principalmente nos proponemos, es desarrollar para ellos, si es tiempo todavía, y para las futuras generaciones, otras condiciones nuevas que curen por fin a los hombres de la locura de la cruz y demás alucinaciones religiosas.

Muy lejos de nosotros está la idea de vengarnos, cuando haya llegado el día en que seamos los más fuertes: no habría cadalsos ni hogueras bastantes para vengar el infinito número de víctimas que las Iglesias, la, cristiana especialmente, sacrificaran en nombre de sus dioses respectivos, en el transcurso de la serie de siglos de su ominosa dominación.

Por otra parte, la venganza no se cuenta entre nuestros principios, porque el odio llama al odio, y nosotros sentímonos animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El decidido propósito que nos impulsa, no consiste en hacer uso de «las tripas del último sacerdote para ahorcar al último rey», sino en buscar la manera de impedir que nazcan reyes y curas en la purificada atmósfera de nuestra ciudad nueva.

Nuestra obra revolucionaria contra la Iglesia, empieza lógicamente por ser destructora antes de poder ser constructiva, sin embargo de ser independientes entre sí las dos fases de la acción, aunque bajo diversos aspectos, según los distintos medios.

Sabemos, por otra parte, que la fuerza es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas ilusiones, y por lo mismo no intentamos penetrar en las conciencias para arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos; mas podemos trabajar con todas nuestras energías a fin de separar del funcionamiento social todo lo que no esté de acuerdo con las verdades científicas reconocidas; podemos combatir sin descanso el error de todos los que se figuran haber encontrado fuera de la humanidad y del universo un punto de apoyo divino, que permite a ciertas especies de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el creador ficticio y sus pretendidas criaturas.

Ya que el temor y el espanto fueron siempre los móviles que a los hombres subyugaron, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos lo han venido a reconocer y a repetir en distintas formas, luchemos sin reposo contra ese vano terror de los dioses y de sus intérpretes, por medio del estudio y de la serena y clara exposición de las cosas.

Combatamos todos los embustes que los beneficiarios de la antigua necedad teológica han propagado en la enseñanza, en los libros y en las artes, y no descuidemos la oposición al infame pago de los impuestos directos e indirectos que el clero extrae de nosotros.

No permitamos que se construyan templos pequeños ni grandes, cruces, estatuas votivas y demás fealdades, que deshonran y envilecen poblaciones y campiñas; agotemos el manantial de esos millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los infinitos submendigos de sus congregaciones, y por último, valiéndonos de la propaganda diaria arrebatemos al cura los niños que se les da a bautizar, los adolescentes varones y hembras que confirman en la fe por la ingestión de una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los infelices a quienes inician en el vicio por la confesión, los agonizantes a quienes llenan de terror en los últimos momentos de la existencia.

Descristianicémonos y descristianicemos al pueblo.

CAPÍTULO II

Pero, se nos objetará, las escuelas, aún las que se denominan laicas, nos referimos a las de la nación francesa, cristianizan la infancia, es decir, toda la futura generación.

¿Y cómo cerraremos esas escuelas, si nos encontramos ante padres de familia que reivindican la «libertad» de la educación por ellos elegida?

¡He aquí que a nosotros, que siempre estamos hablando de libertad, que no comprendemos al individuo digno del nombre de libre sino en la plenitud de su altiva independencia, se nos opone también la «libertad».

Si la palabra respondiese a una idea justa, deberíamos inclinar la cabeza con respeto para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa libertad del padre de familia es el rapto, la simple apropiación del hijo, que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la Iglesia o al Estado para que a su antojo lo deformen.

Se asemeja esa libertad a la del burgués industrial que dispone, gracias al jornal, de centenares de «brazos» y los emplea del modo que le conviene, en trabajos pesados o embrutecedores; es una libertad como la del general que hace que maniobren a su capricho las «unidades tácticas» de «bayonetas» o de «sables».

El padre, heredero convencido del pater familias romano, dispone por igual de hijos e hijas para matarlos moralmente, o, lo que es aún peor, para envilecerles.

De estos dos individuos, padre e hijo, virtualmente iguales para nosotros, el más débil tiene derecho preferente a nuestro apoyo y defensa, a nuestra decidida solidaridad contra todos los que le hagan daño, aún cuando entre ellos se cuenten el padre y hasta la madre que le diera luz.

Si, cual ocurre en Francia, por una ley especial, por la opinión impuesta, el Estado niega al padre de familia el derecho de condenar a su hijo a perpetua ignorancia, los que de corazón estamos de parte de la generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos cuanto dependa de nosotros para protegerla contra la mala educación.

Que el niño sea reprendido, pegado y martirizado de mil modos por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y mentiras; que sea catequizado por hermanos de la doctrina cristiana, o que aprenda, con los jesuitas, una historia pérfida y una moral falsa, compuestos de bajeza y crueldad, el crimen es siempre el mismo.

Y nos proponemos combatirle con la misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente perjudicado.

No hay duda que mientras subsista la familia bajo su forma monárquica, modelo de los Estados que nos gobiernan, el ejercicio de nuestra firme voluntad de intervención hacia el niño contra los padres y los curas, será de cumplimiento difícil.

Más por esa misma razón deben dirigirse en tal sentido nuestros esfuerzos, porque no existe el término medio: se ha de ser defensor de la justicia o cómplice de la iniquidad.

En este punto plantease también, como en todos los restantes aspectos de la cuestión social, el gran problema discutido entre Tolstoy y otros anarquistas respecto a la resistencia o no resistencia al mal.

Opinamos, por nuestra parte, que el ofendido que no resiste, entrega de antemano los humildes y los pobres a los opresores y los ricos.

Resistamos sin odio, sin rencor ni ánimo vengativo, con la dulce serenidad del filósofo que reproduce exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno de sus actos.

Téngase bien en cuenta que la escuela de hoy, tanto si la dirige el sacerdote religioso como si la regenta el sacerdote laico, va franca y declaradamente contra los hombres libres, cual si fuese una espada, o mejor, como millones de espadas, pues se trata de preparar contra todos los innovadores todos los hijos de la nueva generación.

Comprendemos la escuela, lo mismo que la sociedad, «sin Dios ni amo».

Y, por consiguiente, parécenos funestos todos esos antros donde se enseña la obediencia a un Dios y sobre todo a sus pretendidos representantes los amos de todo género, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes.

Reprobamos así las escuelas en que se enseñan los supuestos deberes cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines y el aborrecimiento a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras en que a los niños se repite que han de ser como «báculos en manos de los sacerdotes».

Sabemos que las dos clases de escuelas son funestas y malas en igual medida.

Y cuando fuerza tengamos para ello, cerraremos unas y otras.

«¡Vana amenaza! (dirán algunos con ironía). No sois los más fuertes, y todavía dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los verdugos».

Así parece.

Mas todo ese aparato de reprensión no nos da miedo, porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo demuestra la historia, que se desarrolla en nuestro favor, pues si bien es cierto que «la ciencia ha quebrado», para nuestros contrincantes, no por eso ha dejado de ser un solo momento nuestra guía y nuestro apoyo.

La diferencia esencial que hay entre los mantenedores de la Iglesia y sus adversarios, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen de todo valor individual, se debilitan poco a poco y perecen, mientras qué la renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las fuerzas anárquicas.

Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que penosamente trata de desprenderse de la crisálida de la burguesía, no podría confiar en el triunfo, ni siquiera hubiese nacido, si hubiera de luchar con hombres de voluntad y energía propias.

Pero la masa de los devotos y devotas, ajados por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden volitivo, a una especie de ataxia intelectual.

Cualquiera que sea, desde el punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del católico creyente y practicante; cualquiera que sean también sus cualidades de hombre, no es, respecto del pensamiento, sino una materia amorfa y falta de consistencia, ya que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega se hi colocado de mottu propio fuera de la humanidad que razona.

CAPÍTULO III

Se ha de reconocer forzosamente que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y sigue obrando en virtud de la fuerza de inercia. Millones de seres doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote cubierto de oro y seda; empujada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la muchedumbre en las naves del templo los días de la fiesta patronal; celebra Navidad y Pascuas, porque las anteriores generaciones celebraron periódicamente esa fiesta; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallado en forma de crucifijo; inclínase al hablar de la «moral evangélica», y cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino artífice.

Sí, todas esas criaturas esclavas de la costumbre, portavoces de la rutina, son un ejército temible por su número: esa es la materia humana que constituye las mayorías, y cuyos gritos, sin pensamiento, resuenan y llenan el espacio cual si representasen una opinión.

Pero, ¡qué importa! Al fin, esa misma masa acaba por no obedecer a los impulsos atávicos; se la observa volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y animales, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar; lo mismo el lugareño que el obrero, no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla todavía, y esperando, fórjanse una especie de paganismo, entregándose vagamente a las leyes de la naturaleza.

No cabe dudar que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente las masas populares, es un acontecimiento capital; mas no ha de olvidarse que los enemigos más temibles, puesto que no tienen sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, ni tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos cubiertos por el tupido velo de la fe religiosa que les oculta al mundo real.

Los hipócritas ambiciosos que les sirven de guía y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe; esos son mucho más peligrosos que los cristianos.

Por un fenómeno, al parecer contradictorio, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso conforme la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes; la Iglesia reúne tras sí todos sus cómplices naturales, de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de toda especie, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, si bien guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera parecer un pensamiento.

«¿Qué dice usted? -no dejará de exclamar alguno de esos políticos a quienes apasiona la lucha actual con las congregaciones y el «bloc» republicano, especie de fusión del Parlamento francés-. ¿No sabe usted que el Estado y la Iglesia han roto por completo sus relaciones, que los crucifijos y los corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser sustituidos por bellos retratos del presidente de la República? ¿No sabe usted que los niños serán en adelante preservados escrupulosamente de las antiguas supersticiones, y que los maestros laicos les darán una educación basada en la ciencia, libre de toda mentira, y se mostrarán siempre respetuosos de la humana libertad?».

¡Ah!. Demasiado sabemos que en las alturas surgen diferencias entre los detentadores del poder; sabemos que no están de acuerdo acerca del reparto de las prebendas y el casual; sabemos que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos.

Pero todo eso no impide que las dos categorías de dominadores, los religiosos y los políticos, se hallen en el fondo de acuerdo, aún en sus recíprocas excomuniones, y que comprendan de igual modo su misión divina con respecto al pueblo gobernado; unos y otros quieren someter por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.

CAPÍTULO IV

Ayer todavía, bajo la alta protección de lo que se llama «la República» eran los dueños incontestables y absolutos. Todos los elementos de la reacción encontrábanse unidos bajo el mismo estandarte simbólico, el «signo de la cruz»; pero hubiera sido cándido dejarse engañar por la divisa de esa bandera; no se trataba de fe religiosa, sino de dominación; la inmensa mayoría de los que quieren conservar el monopolio de los poderes y de las riquezas; para ellos el objeto único consistía, en impedir a toda costa la realización del ideal moderno, a saber: pan, trabajo y descanso para todos.

Nuestros enemigos, aunque odiándose y despreciándose recíprocamente, necesitaban, no obstante, agruparse en un solo partido. Encontrándose aislados, las causas respectivas de las castas directoras resultaban excesivamente pobres, de argumentos demasiado ilógicos para intentar defenderse con éxito por si solas, y por lo mismo les era indispensable coligarse en nombre de una causa superior, y recurrieron a su Dios, al que llaman «principio de todas las cosas» y «gran ordenador del universo».

Y por esa razón, teniendo por demasiado expuesto los cuerpos de tropas en una batalla, abandonan las fortificaciones exteriores recién construidas, y se reúnen en el centro de la posición, en la ciudadela antigua, acomodada por los ingenieros a la guerra moderna.

Pero extremadamente ambiciosos, los curas y los frailes, han incurrido en una imprudencia notoria; los jefes de la conspiración, dueños de la consigna divina, han exigido una parte demasiado ventajosa del botín.

La Iglesia, siempre insaciable en la rapiña, exigió un derecho de entrada a todos sus nuevos aliados, republicanos y otros, consistente en subvenciones para todas sus misiones extranjeras, en la guerra de China, y en el saqueo de los palacios imperiales.

De esta manera se han acrecentado prodigiosamente las riquezas del clero; sólo en Francia han aumentado mucho más del doble en los veinte últimos años del pasado siglo; cuéntase por miles de millones el valor de las tierras y de las casas que pertenecen declaradamente a los curas y los frailes; y esto, haciendo caso omiso de los miles de millones que poseen bajo los nombres de señores aristócratas y viejas rentistas.

Los jacobinos ven con buenos ojos que esas propiedades se acumulen en las mismas manos, confiando en que un día, de un solo golpe, se apodere de ellas el Estado. Mas ese remedio cambiaría la enfermedad sin curarla.

Esas propiedades, producto del dolo y del robo, tornaran a la comunidad de donde fueron extraídas; son una parte del gran haber terrestre perteneciente al conjunto de la humanidad.

En su excesiva ambición, las gentes de Iglesia han corriendo la torpeza, por otra parte inevitable, de no evolucionar con el siglo, y llevando además al hombro su fardo de antiguallas, se han retrasado en el camino. Chapurrean el latín, lo que les ha hecho olvidar su idioma; deletrean la teología de Santo Tomás; pero esa trasnochada fraseología no les sirve gran cosa para discutir con los discípulos de Berthelot.

Es indudable que algunos de ellos, principalmente los clérigos americanos, en la lucha contra una joven sociedad democrática, sustraída al prestigio de Roma, han tratado de rejuvenecer sus argumentos, renovando un poco su antiguo esplendor; mas esa nueva táctica de controversia ha sido reprobada por la autoridad suprema, y el misoneísmo, el odio a todo lo nuevo, no se ha llevado el triunfo; el clero queda rezagado, con toda la horrible banda de magistrados, inquisidores y verdugos, poniéndose detrás de los reyes, los príncipes y los ricos, no sabiendo respecto de los humildes sino pedir la caridad en vez de un amplio y un hermoso sitio al buen sol que en la actualidad nos ilumina.

Ha habido hijos perdidos del catolicismo que han rogado al Papa que se declare socialista y se coloque atrevidamente al frente de los niveladores y de los hambrientos; pero en vano; los millones de su «dinero de San Pedro» y su Vaticano es lo que les seduce.

¡Hermoso día fue para nosotros, pensadores libres y revolucionarios, aquel en que el Papa se encerró decididamente en el dogma de infalibilidad!

¡He aquí al hombre cogido en una trampa de acero! Ahí está, sujeto, a los viejos dogmas, sin poder decidirse, renovarse ni vivir, obligado a atenerse al Syllabus, a maldecir la moderna sociedad con todos sus descubrimientos y progresos.

Ya no es otra cosa que un prisionero voluntario, encadenado a la orilla que dejamos atrás, y que nos persigue con sus vagas imprecaciones, mientras nosotros surcamos libremente las ondas, despreciando a uno de sus lacayos que, por mandato de su señor, proclama «la quiebra de la ciencia».

¡Qué alegría para nosotros! Que la Iglesia no quiera aprender ni saber, que permanezca para siempre ignorante, absurda y atada a ese lecho miserable en que yace, que ya San Pablo denominaba su locura: ¡en eso está nuestro triunfo definitivo!.

CAPÍTULO V

Trasladémonos con la imaginación a los futuros tiempos de la irreligión consciente y razonada.

¿En qué consistirá, dadas esas nuevas condiciones, la obra por excelencia de los hombres de buena voluntad?

En sustituir las alucinaciones por observaciones precisas; en reemplazar las ilusiones celestes prometidas a los hambrientos por las realidades de una vida de justicia social, de bienestar, de trabajo libre; en el goce por los fieles de la religión humanitaria, de una felicidad más substancial y más moral que aquel con que los cristianos conténtanse hoy.

Lo que éstos quieren es no tener la penosa tarea de pensar por si mismos y haber de buscar en su propia conciencia el móvil de sus acciones; no teniendo ya un fetiche visible como el de nuestros abuelos salvajes, empéñanse en poseer un fetiche secreto que cure las heridas de su amor propio, que les consuele en sus penas, que les dulcifique la amargura de las horas de malestar y les asegure una vida inmortal exenta de cuidados.

Pero todo eso de un modo personal: a su religiosidad no le preocupan los desgraciados que continúan peligrosamente la dura lucha de la vida; son como aquellos espectadores de la tempestad de quienes habla Lucrecio, que gozan viendo desde la playa la desesperación de los náufragos combatiendo con las olas embravecidas; recuerdan de su Evangelio la vil parábola de Cristo que representa a Lázaro, el pobre «reposando en el seno de Abraham, y negándose a humedecer la punta de su dedo en agua para refrescar la lengua del mal rico»

Nuestro ideal de felicidad no es el egoísmo cristiano del hombre que huye viendo morir a su semejante y niega una gota de agua a su enemigo; nosotros, los anarquistas, que trabajamos por nuestra entera emancipación, contribuimos por esto mismo a la libertad de todos, aún a la de aquel mal rico, a quien libraremos de sus riquezas para asegurarle el beneficio de la solidaridad de cada uno de nuestros esfuerzos.

No se concibe nuestra victoria personal sin obtener por medio de ella al propio tiempo una victoria colectiva; nuestra ansia de dicha no puede satisfacerse sino con la dicha de todos, porque la sociedad anarquista, muy lejos de ser una corporación de privilegiados, es una comunidad de iguales, y será para todos una dicha inmensa, de la cual no podemos actualmente formarnos una idea, el vivir en un mundo en que no se vean niños maltratados por sus padres ni obligados a recitar el catequismo, hambrientos que pidan céntimo de la caridad, mujeres que se prostituyan por un pedazo de pan, ni hombres válidos que se dediquen a ser soldados o polizontes, desprovistos de medio mejor de atender a su subsistencia.

Reconciliados todos, porque los intereses de dinero, de posición, de casta, no harán enemigos natos, los hombres podrán estudiar juntos, o tomar parte, si sus aptitudes personales se lo permiten, en la redacción del gran libro de los conocimientos humanos; para acabar, gozarán de una vida libre, más amplia cada vez, poderosamente consciente y fraternal, librándose de este modo de las alucinaciones, de la religiosidad y de la Iglesia, y, por encima de todo, podrán trabajar directamente para el porvenir, ocupándose de los hijos, gozando con ellos de la naturaleza y guiándolos en el estudio de las ciencias, de las artes y de la vida.

Los católicos pueden haberse apoderado oficialmente de la sociedad; más no son, no serán sus amos, pues sólo sabe ahogar, comprimir y empequeñecer: todo lo que es vida se les escapa. En la mayor parte la fe ha muerto: no les queda ya sino la gesticulación piadosa, las genuflexiones, los oremus, el repaso del rosario y el coronamiento del libro de oraciones. Los buenos curas se ven obligados a echarse fuera de la Iglesia para encontrar un asilo entre los profanos, es decir, entre los confesores de la fe nueva, entre nosotros, anarquistas y revolucionarios, que vamos hacia un ideal y que trabajamos gozosamente en su realización.

Fuera, pues, de la Iglesia, en absoluto fracasada para todas las esperanzas grandes, cúmplese todo lo grande y generoso. Y fuera de ella y aún a pesar suyo, los pobres, a quienes los curas prometían irónicamente las riquezas celestiales, conquistarán por fin el bienestar en la vida actual. A pesar de la Iglesia se fundará la verdadera Comuna, la sociedad de los hombres libres, hacia la cual nos encaminaron tantas revoluciones anteriores contra los reyes y contra los curas.

sábado, 12 de febrero de 2011

Anarquismo teórico e ideología anarquista x Miguel Amorós


“Si la reflexión, el sentimiento o cualquier otro aspecto que adopte la conciencia subjetiva, juzga como algo vano lo existente, va más lejos que él y trata de conocerlo así, entonces se reencuentra en el vacío, y, puesto que sólo en el presente hay realidad, la conciencia resulta únicamente vanidad.”

Hegel, Filosofía del Derecho

Las derrotas son propicias a los inventarios con sus inevitables conclusiones; el pájaro de Minerva emprende el vuelo a la medianoche, pero no es menos cierto que a causa de sus heridas no siempre se eleva lo suficiente para posarse avizor en las ramas más altas, y a menudo queda a ras de suelo, debatiéndose entre las malas hierbas. Las condiciones de los derrotados, la desmoralización profunda de la derrota, las esperanzas imposibles fomentadas por un instinto de supervivencia exasperado, contaminan la reflexion e impiden que tome la necesaria distancia con los hechos que juzga para concluir objetivamente y sugerir una nueva conducta histórica.Algo así pasó con el anarquismo español después de 1939. En el exilio y en la cárcel de los años cuarenta se debatía ante la misma encrucijada que medio siglo antes se había presentado a la socialdemocracia: reforma o revolución. Una parte –y no la menor—opinaba que el anarquismo había procedido desde siempre de forma negativa, y que había llegado el momento de preocuparse por creaciones positivas y a corto plazo, aunque fueran de poca monta, lo que de algún modo significaba un radical cambio de rumbo. La acción debía de orientarse no hacia el choque frontal contra la dominación sino hacia la colaboración política y económica con sus instituciones, tal como se había hecho durante la guerra civil revolucionaria y se continuaba haciendo en el exilio seis años después. La acción no tenía que arrebatar su espacio a la burguesía sino penetrar y desenvolverse en su territorio. Según la alternativa reformista, el anarquismo era aceptable como idea pero no como método, bueno como “filosofía de vida”, no como praxis basada en la “aprehensión de lo presente y de lo real”: un ideal abstracto separado de la prosaica actividad cotidiana y acompañándola sólo en tanto que quimera decorativa. Como si los ideales fuesen “demasiado excelentes para gozar de realidad o también demasiado impotentes para proporcionársela” y debieran limitarse “a deber ser sólo y a no serlo efectivamente” (Hegel). Pero el problema para los revisionistas no era habérselas con “la idea”, sino habérselas con la realidad. Y si en el contexto difícil de la posguerra el anarquismo revolucionario tenía muy pocas posibilidades de ejercitarse cuando en el país sólo se pensaba en sobrevivir, tampoco el revisionismo tenía demasiado espacio, por lo que no se materializó más que en inútiles compromisos con las instituciones inoperantes del exilio o con el pretendiente al trono, en programas políticos que perseguían, bien la constitución burguesa de 1931, bien la monarquía parlamentaria, y en diversos proyectos de partido, aunque hubo quienes llevaron su lógica hasta el fin, colaborando con el régimen de Franco.

En el bando contrario, se afirmaba que la colaboración institucional había sido obra de circunstancias excepcionales y había resultado un completo fracaso, contribuyendo al desastre final. Tanto mejor hubiera valido el apoliticismo aun al precio de quedar aíslado, puesto que perdidos por perdidos, se hubiera caído con honor, en defensa de sus ideas, no en defensa del Estado. Se imponía una restauración de los “principios, tácticas y finalidades” del movimiento libertario para luchar por la vuelta a “las conquistas del 19 de julio”. La fracción “purista”, tan comprometida como la otra en la política republicana, evitaba entrar en detalles sobre las verdaderas motivaciones de ese giro de ciento ochenta grados en su conducta orgánica, ni precisar cómo volverían aquellas conquistas, o cómo se restaurarían aquellos principios. Ni una palabra sobre cómo funcionarían los sindicatos únicos en la clandestinidad de un régimen totalitario, ni sobre cómo se llevarían a cabo la acción directa, la lucha antiestatal y la insurrección revolucionaria contra el franquismo. Ni la neoortodoxia se sentía dispuesta a repasar críticamente su trayectoria política y militar durante la guerra civil, ni a descender a la atroz realidad de la dictadura. Para los “puros” la acción no parecía constituir un problema, puesto que no era cuestión de salvar la vida a nadie ni de conquistar realmente nada, sino de escudarse en los principios, arsenal bien repleto de donde extaer todas las justificaciones posibles. Si los principios quedaban anonadados por la realidad, tanto peor para la realidad. Por ese camino el anarquismo solamente se concretaba en retórica, inhibición e inmovilismo, y a lo sumo, en alguna aventura insensata. Si en el revisionismo la acción se volvía más y más repelente, en el purismo se evaporaba. En uno la idea se transformaba en paisaje de la política burguesa; en el otro, ascendía al cielo de las causas perdidas. Para unos, el anarquismo formaba parte de una especie de moral privada con que afrontar de una forma u otra la ramplonería de la cotidianidad política; para los otros, constituía una fe con la que consolarse de los males de la tierra, un credo a defender de sus judas con patriotismo de campanario. En ambos casos, una ideología.

El anarquismo dejaba entonces de ser la expresión intelectual del sector más avanzado del movimiento obrero en la península, un producto de la lucha de clases y una teoría de esa lucha. Y no lo era porque su contenido no era ya la realidad --en aquel momento, la realidad de la derrota, del retroceso y de la aniquilación del movimiento obrero. Ya no necesitaba comprender la realidad en su amarga involución manifiesta, para encontrar la manera de actuar en ella y así transformarla conforme a sus fines aplicando sus métodos específicos. El anarquismo desaparecía como fuerza material para volverse etiqueta, catecismo, gueto. Un ente mitad iglesia, mitad partido. Dejaba de ser pues una idea fundida con una práctica que no la contradecía sino que la desarrollaba, una crítica social enraizada en las condiciones materiales de existencia del proletariado, para devenir algo trivial, accidental, contingente, y por consiguiente, propiamente irreal. Una utopía, un sueño, una ilusión, algo que no podía servir a los intereses generales de clase.

La diferencia primera entre el anarquismo teórico –entre la reflexión desde el anarquismo-- y la ideología anarquista, reside en la separación entre idea y práctica, fines y medios, conciencia y acción. La ideología es a la vez el poder separado de las ideas y las ideas del poder separado. En el caso español, las ideas eran “los principios” o “las circunstancias” según se mirase, y el poder separado era la Organización y sus Plenos, la rutina burocrática con mayúsculas. La segunda, yace en la confusión de la parte con el todo, del momento con el proceso, de las cuestiones tácticas con las líneas estratégicas, como demostrarían por ejemplo las ideologías municipalista, primitivista o insurreccionalista. El concepto de ideología deriva del concepto de religión, materia cuya crítica los jóvenes hegelianos hicieron “la condición primera de cualquier crítica”. La religión, como la ideología en general, es la conciencia invertida del mundo. El mundo de la ideología es un mundo visto del revés, al que hay que volver cabeza arriba para comprenderlo. La realidad, la verdad de este mundo, hay que encontrarla en la vida material concreta, en la acción humana transformadora; en concreto, en el trabajo, no fuera de él. Marx, en su juventud, llamó ideología a todo lo que no fueran fuerzas productivas, a todo lo que transcurría al margen de la economía y no reconocía un origen económico. La ideología estaba formada por fantasías con las que los seres humanos, en una sociedad insuficientemente desarrollada, explicaban sus fuerzas esenciales, su potencialidad. Nacía de la insatisfacción de una praxis limitada, debida a que el progreso tecnoeconómico todavía no había alcanzado la totalidad de los aspectos de la vida. De acuerdo con el punto de vista marxista, la ideología tendería a desaparecer con un desarrollo pleno de las fuerzas productivas, es decir, con el desarrollo de la fuerza principal, el proletariado, cuyas condiciones objetivas de vida impondrían un realismo liquidador de las fantasmagorías que alejaban a los obreros de su vida auténtica. La disolución de los prejuicios ideológicos eran para el obrero una exigencia de su realidad inmediata. Prolongando este razonamiento, algunos discípulos de Marx (Plejanov, Rosa Luxemburg, Maurín) caracterizaron al anarquismo de ideología típica de un proletariado insuficientemente desarrollado. Resulta harto fácil ver la ingenuidad que recorre tal razonamiento, pues es mas verdad que la generalización de la condición proletaria lleva emparejado un desarrollo supremo de la ideología. El mundo de la mercancía y de la técnica autónoma es el mundo completamente al revés. La experiencia del movimiento obrero bastaría para demostrar la pervivencia de la ideología, la impostura de representaciones falsas que los burócratas elevaban con facilidad por encima de la vida proletarizada. La crítica de la ideología pudo completarse gracias al psicoanálisis, que logró relacionarla con diversas formas de degradación de la personalidad como la neurosis caracterial, la esquizofrenia y la falsa conciencia en general, explicando fenómenos ideológicos como el racismo, el autoritarismo o el militantismo. En momentos y periodos determinados, cuando eran muestras vivas de un pensamiento emancipador, una reflexión por decirlo en palabras de Proudhon que salía de la acción y volvía a la acción, en resumen, cuando eran revolucionarios, el marxismo y el anarquismo proporcionaron al proletariado un conocimiento suficiente de la sociedad y lo mantuvieron fuera de la política burguesa, permitiéndole hacer historia. Por otra parte, las creaciones revolucionarias de los trabajadores, los comités de fábrica, los sindicatos únicos o los consejos obreros, fueron lugares de encuentro entre las ideas abstractas y la práctica concreta, el espacio donde dichas teorías devenían realmente obreras y los obreros, teóricos. En otros momentos y otros periodos, cuando tanto el socialismo como el anarquismo se convirtieron en ideologías para servir a fines espurios, los propios de una burocracia parásita o de un comportamiento evasivo y sumiso, fueron responsables del oscurecimiento de su conciencia de clase y de los falsos derroteros de su conducta. Y así pues, hoy en dia la crítica de la ideología, la religión secularizada, continúa siendo la condición primera de toda crítica.

En el apogeo del capitalismo fordista, preguntarse por la validez de las enseñanzas de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Reclus o Malatesta tenía poco sentido. Ninguno pudo conocer hasta qué punto eran estrechas las relaciones que existían entre el desarrollo de las fuerzas productivas, la colonización de la vida cotidiana y la contrarrevolución. Los teóricos anarquistas habían de ser considerados simplemente como parte de la cohorte de precursores, fundadores y continuadores del pensamiento socialista revolucionario, igual que Marx, Engels, Rosa Luxemburg, Pannekoek, Reich, Benjamin o Fourier, por citar sólo a unos cuantos. Especialmente criticables en el viejo anarquismo serían la confianza excesiva en la espontaneidad insurreccional de las masas proletarias y campesinas, sus oscilaciones entre las tácticas ultralegalistas y la propaganda por el hecho o las expropiaciones, su incapacidad para las alianzas con otros sectores obreros, la permanente tentación política, la falta de estrategia clara, el confusionismo organizativo, etc. Cualquier tentativa de restablecer una doctrina anarquista –un sistema-- con retazos de ideas descontextualizadas no sería más que una utopía reaccionaria. Sin embargo, determinados elementos del anarquismo conservan su eficacia subversiva y su negatividad, pudiendo aplicarse aun cuando las condiciones sociales hayan cambiado y las circunstancias sean otras. Tal la crítica del Estado y del parlamentarismo, de los partidos y de la ciencia, sin olvidar su amor a la libertad y sus aportaciones a la pedagogía, la medicina social y la sexología. Durante la Revolución española alcanzó sus mayores cotas de realización, pero la derrota transformó sus postulados teórico prácticos en ideología.

En los años sesenta ningún revolucionario sincero podía abstenerse de criticar la ideología anarquista y sus representantes. La reconstrucción de un pensamiento radical y una acción revolucionaria pasaba por una ruptura con ese mundo. A eso he llamado crítica anarquista del anarquismo real, aunque hubiera sido mejor llamarlo irreal, es decir, ideológico, puesto que sólo lo racional es propiamente real. Critica de entrada eminentemente negativa y que abarcaba la Revolución del 36. En efecto, los años sesenta conocieron el auge de un irrespetuoso anarquismo que inmediatamente entró en conflicto tanto con la izquierda tradicional como con los guardianes del templo de la anarquía. Dicha crítica debía afrontar problemas nuevos que emanaban de las condiciones de vida en un capitalismo tardío y que en vano esclarecería limitándose a los textos clásicos: las luchas anticoloniales, el maoismo, la revuelta húngara, la autogestión, la integración del arte, la cultura de masas, las armas nucleares, la polución y destrucción de los entornos naturales, el urbanismo concentracionario, el papel de las tecnologías y la automatización, el del automóvil, la sociedad de consumo, la represión sexual, la emancipación de la mujer, la cuestión de la violencia, etc. La inmensidad de la tarea crítica debutaría con los intentos de reconciliar a Marx con Bakunin, o sea, de utilizar el análisis marxista desde posiciones antiautoritarias, formulación demasiado simplista, fácil de acabar en una ideología marxista libertaria estilo Guérin o Rubel. Hacían falta una puesta al día en la subversión y una nueva crítica de la política, y por lo tanto, muchas otras lecturas, --en el campo de la sociología, la filosofía, la antropología, la historiografía, el arte, etc.-- pero, por encima de todo, hacía falta aprender a vivir intensamente. Se trataba de reafirmar la lucha de clases, primero, denunciando la función policial de los sindicatos y partidos ante las nuevas formas de acción (absentismo, huelgas salvajes, sabotajes, sustracción de material) y de organización (comités, asambleas, piquetes, coordinadoras, consejos). Segundo, ampliando su radio de acción al terreno de la vida cotidiana (luchas de barrio, rechazo del trabajo, de la familia, de la religión y del servicio militar, expropiación de fotocopiadoras, comida o libros, contracultura, rock, maría, subjetividad, aventuras, squatters, comunas). La labor teórica de la Internacional Situacionista fue la primera (y la única) crítica global moderna de la sociedad de clases, pronto confirmada por una serie de revueltas, a saber, la de los provos holandeses, el zengakuren, la revuelta de los negros americanos, el mayo francés, la revolución abortada de los obreros y soldados en Portugal y el movimiento italiano del 77. No podemos decir que fuese completa, pues no era el resultado de todos los esfuerzos teóricos precedentes y por lo tanto no contenía los principios de todos ellos, puesto que ignoraba algunos temas fundamentales como la crítica de la razón instrumental o la cuestión ecológica, por no hablar de su crítica superficial del anarquismo, pero fue la más desarrollada y concreta. En todas partes se manifestaba el mismo espíritu antiautoritario, la misma exigencia profunda de libertad, el mismo proyecto de reconstrucción apasionada de la vida social que la I.S. captó mejor que nadie. Y un poco en todas partes el capitalismo hubo de emplearse a fondo y renovarse rápidamente de pies a cabeza, a menudo utilizando los argumentos y las armas del contrario.

En los países donde subsistían restos de tradición obrera anarquista, el anarquismo que brotaba como respuesta espontánea y en gran parte emotiva a las nuevas servidumbres impuestas por el capitalismo, se dio de bruces con los muros de la ideología y la ira de sus defensores. No era un conflicto generacional, era un reflejo de la nueva lucha de clases. En las condiciones dominantes modernas, el gueto ideológico y sus viejas costumbres habían pasado a formar parte del capitalismo en tanto que ruinas inofensivas: era algo que tenía que morir para que las nuevas generaciones revolucionarias viviesen. Lo que aproximaba el gueto anarquista a los valores dominantes era mayor que lo que le separaba de los nuevos rebeldes, por eso se distinguía tan poco del entorno político y encontraba en él tan fácil acomodo. Ha sido común señalar desvergonzadamente el papel jugado por los anarquistas “en defensa de las libertades” o en la consolidación de “la democracia”. La ironía de la historia mostraba a unos viejos libertarios satisfechos de estrechar filas al lado de la burguesía. En España, donde la mencionada tradición fue mayor que en ninguna otra parte y donde la represión de la dictadura había mantenido congeladas las contradicciones de la ideología, la bronca entre antiguos y modernos –y entre ortodoxos y revisionistas-- adquirió visos de batalla campal.

El “relanzamiento” de la CNT tuvo lugar en 1976 fuera de las fábricas, es decir, al margen del movimiento obrero. No fue por consiguiente una emanación de la renaciente lucha de clases, sino el producto de una serie de reuniones entre grupos heterogéneos ajenos a las asambleas de huelguistas y con un denominador común: contruir una central sindical que disputase a Comisiones Obreras un espacio en la representación separada de la clase. La presencia de organizaciones como Solidaridad y la admisión de cincopuntistas y otras basuras verticales indicaba claramente que el tipo de sindicalismo perseguido no iba a diferenciarse mucho de las demás opciones. Coherentemente con esos planteamientos, los relanzadores no se preocuparon de las disyuntivas cruciales del movimiento asambleario de los trabajadores; más bien plantaron el chiringuito, o sea, una estructura burocrática suficiente (los Comités regionales, el nacional, el secretariado permanente, el carnet confederal, los plenos) y buscaron la alianza con la UGT y la USO para repartirse el pastel que CCOO trataba de guardar para sí: el control del mercado laboral. Las demandas de “libertad sindical” y desmantelamiento de la CNS, y el debate sobre su legalización, marcaron la primera etapa de la CNT reconstruida. Ésta no sólo ignoró las posibilidades revolucionarias presentes que se iban evaporando a falta de avances en la clarificación y la acción, sino que contribuyó a darle la puntilla al movimiento de las asambleas adhiriéndose de jure o de facto al llamamiento de la COS a la huelga general del 12 de noviembre, que marcó el punto final de las movilizaciones autónomas y el comienzo de la contraofensiva sindicalera a toda regla. Sin embargo, el fracaso de la autoorganización de los trabajadores --la transformación fustrada de las asambleas en consejos obreros-- atrajo hacia la CNT a muchos luchadores que no aceptaban el sindicalismo burocrático y claudicante que se les venía encima, con la vana esperanza de hallar en ella unas estructuras horizontales de apoyo y un espíritu antiautoritario con que seguir combatiendo. La imagen de lo que la CNT había sido podía sobre su pobre realidad. También se acogieron a ella muchos jóvenes desinteresados en los conflictos laborales, que deseaban una CNT no sindical, sino “integral”, es decir, una organización “global” entregada a todas las cuestiones sociales y militando en todos los frentes abiertos contra el capitalismo. Finalmente, a lo largo de 1977, ingresaron toda una serie de grupúsculos obreristas “pro autonomía” nacidos al calor de las asambleas o en paralelo a las mismas, demasiado confusos e incapaces para tener casa propia, y por lo tanto, inclinados a incubar sus huevos en la ajena. Veían en el sindicalismo aún virgen de la CNT al “germen” de la “autonomía obrera”, una ideología criptoleninista de origen italiano; tan cierto es que los enemigos de la autonomía proletaria se disfrazan de ésta para mejor combatirla. Entre unas cosas y otras, el crecimiento de la CNT a partir de enero del 77 fue imparable, la asistencia a sus mitines y jornadas, multitudinaria, las publicaciones de carácter libertario, numerosas, y el triunfalismo de sus burócratas, exultante. En año y medio la afiliación había subido de unos pocos miles a 129000. Llegarían a sobrepasar los 250000 en 1978. La preocupación del partido del orden (la patronal, los demás sindicatos y el Estado) era seria, puesto que en vísperas de los acuerdos de la Moncloa, el Pleno Nacional de septiembre había proclamado la asamblea como único organismo soberano y decisivo. Según la ponencia sobre la cuestión, el sindicato debía limitarse al apoyo y solidaridad con las huelgas, no a la mediación. La CNT no debía interponerse entre la patronal y los obreros, sino diluirse en las asambleas. No obstante, los dirigentes del orden establecido se tranquilizarían rápidamente, ya que la victoria de los asamblearios fue pírrica pues acarreó el contraataque de las facciones sindicalistas y de las ortodoxas --las adscritas a las formas de la ideología durante la República--, intensificándose una lucha por el poder que, empezando en el secretariado, abarcó todos los niveles, desde los diversos comités a las juntas de los sindicatos.

Los Pactos de la Moncloa priorizaban un tipo de sindicalismo de “concertación” que excluía cualquier acción directa y proscribía toda generalización de las luchas, dos de los pocos puntos en los que casi todos los cenetistas estaban de acuerdo. Consecuentes con ello, los denunciaron y boicotearon las elecciones sindicales, aunque muchos afiliados se presentaron como “independientes” y salieron elegidos. De todas formas, la abstención fue considerable, pero a UGT y CCOO les bastó poco más de un 10% de los sufragios para ser representativos ante la patronal y el gobierno. La CNT se jugaba el tipo si no superaba mediante movilizaciones su marginación de los comités de empresa y de las negociaciones de los convenios. Pero a esas alturas –enero de 1978- el movimiento obrero asambleario se batía a la defensiva y las fórmulas mixtas de comités de representantes de asamblea-sindicalistas, o comités sindicales refrendados por asambleas, substituían a las formas anteriores de democracia directa. La CNT no podía contar con el empuje de los trabajadores, ya terminado, con el añadido de que, a pesar de la creciente afiliación, como central no había encabezado todavía ninguna huelga importante, no se había estrenado. Por otra parte, su poder de convocatoria ya no era el de las Jornadas Libertarias; a la manifestación contra los Pactos de la Moncloa en Barcelona acudieron sólo diez mil personas, a pesar de multiplicar por cuatro esa cifra el número de afiliados en aquella ciudad. Y ese mismo día (el 15 de enero de 1978 ), ocurrió la provocación policial del Scala. A las disputas en torno al asambleismo y la organización integral se añadieron nuevas confrontaciones, esta vez acerca de las elecciones sindicales, de las acciones violentas de minorías y de la presencia de grupos armados que comprometían a la Organización. Las luchas por el poder entre las diferentes tendencias y personajes arreciaron al punto de tener que trasladarse el secretariado permanente de Madrid a Barcelona (abril de 1978 ). Desde entonces será una constante que los secretarios aprovechen los cargos para formar su propia fracción y competir con las demás. Confirmando una constante dada en los periodos contrarrevolucionarios, los cargos más relevantes iban siendo ocupados por los personajes más impresentables. Mientras tanto, se desvanecían las huelgas asamblearias e iban menguando dentro de la organización los asambleistas y los “integrales”, adquiriendo en cambio nuevos bríos los partidarios de un sindicalismo moderado y de la participación electoral, en su mayoría antiguos “autónomos”, pasados al revisionismo antianarquista con armas y bagajes. Gracias al sistema de plenos en los que sólo participaban los cargos sin tener en cuenta las asambleas de militantes ni el número de afiliados representados, los ortodoxos, bautizados por sus enemigos como el “Exilio-FAI” o como “los históricos”, dominaron la Organización. Todavía la revista Ajoblanco tiraba en junio 150000 ejemplares, indicio de la existencia de una notoria sensibilidad libertaria, aunque fuera muy pasada por agua, pero la afiliación descendía en picado. La huelga de las gasolineras fue la primera y la última dirigida por la CNT, y con ella se hizo el harakiri. Ni acción directa, ni sindicalismo duro; intermediación gubernativa y triunfo patronal. Durante 1979 las desfederaciones, expulsiones y disoluciones de sindicatos se sucederían sin interrupción; las luchas de fracciones no conseguían ocultar que la apuesta giraba en torno a las elecciones y a la mediación burocrática declarada. Casos como el de la FIGA (el vanguardismo aventurero), el de Askatasuna (el nacionalpopulismo) o el de los “paralelos” (el oportunismo sindicalero), pusieron de relieve el grado de descomposición alcanzado, especialmente el de estos últimos. En un clima de reflujo no funciona más sindicalismo que el burocrático. Para los paralelos --y para electoralistas en general-- se trataba de incorporarse a la dinámica sindical dominante y jugar el juego de UGT y CCOO so pena de marginarse y quedar fuera no sólo de los tratos con los empresarios y el gobierno, sino de las subvenciones y ayudas oficiales. Ese fue el quid de la cuestión que se dirimió en el autoproclamado quinto Congreso, celebrado en diciembre de 1979 por una escuálida CNT que no representaba a más de treinta mil afiliados. Triunfó la ideología arcaica y las minorías reformistas fueron encaminándose, las unas, hacia los sindicatos “mayoritarios”, y, las otras, hacia la reconstrucción de una segunda CNT obrerista del mismo pelaje. Y con el tiempo, salvando los pequeños círculos fieles a la ideología clásica que conservaron la propiedad de las siglas y ampararon bajo ellas una actividad muy limitada, la masa de militantes bien se retiró hacia lo privado, bien acabó en el redil de un sindicalismo burocrático, impotente y entreguista que supuestamente había jurado combatir.

Si las aventuras de la ideología fueron trágicas en el pasado, en el periodo de la “Transición” adquirieron visos de auténtica farsa. En esta ocasión el anarquismo y el anarcosindicalismo no reaparecieron como pensamiento y práctica del movimiento revolucionario de la clase obrera anterior al franquismo, sino como una mistificación primaria, un chou a menudo cómico cuya función por supuesto no era traer a colación las enseñanzas de antiguos combates, sino colaborar, paseando por el wild side, en la modernización capitalista. El contraste entre la práctica de la clase obrera hasta 1977 y una teoría revolucionaria casi ausente, o sea, una “expresión general y nada más del movimiento histórico real” apenas esbozada, favorecía el desarrollo de la ideología y de la burocracia. Ambas extraían su fuerza de la imagen de un pasado revolucionario con sus contradicciones tan bien disimuladas como las alienantes condiciones de existencia de las clases trabajadoras en el presente. En tanto que refuerzo de la mentira dominante fomentaron un sindicalismo parlanchín y una ridícula moda contestataria. Los restos del proletariado radical fueron vencidos por segunda vez allí donde creyeron poder rehacerse. La CNT cumplió ese poco glorioso segundo papel que le concedió la historia, pero no recibió la paga de los traidores. El ciclo de la burocracia obrera terminó con la derrota del proletariado asambleario y el copo de la representación espectacular por amarillistas profesionales. Los acuerdos marco y el Estatuto de los Trabajadores proscribieron la solidaridad y las asambleas, eliminando incluso la posibilidad de una acción semiautónoma disimulada tras los comités de empresa, forma de burocracia sindical primeriza e imperfecta. En lo sucesivo no cabría espacio más que para el sindicalismo neovertical de “cocos” y ugetistas. Las escasísimas transgresiones de las reglas que se sucedieron no modificaron el deplorable panorama de la resignación y la sumisión. Como consecuencia de tan tremenda debacle la ideología en todas sus variantes quedó de nuevo en entredicho; la memoria se puso en blanco y tanto la reflexión teórica como su praxis hubieron de atravesar un largo desierto –una especie de segundo exilio-- para conectar de nuevo con la realidad y la historia.